La noticia del fallecimiento de Tom Petty me encontró, por casualidad, escuchando Lazarus, la obra de David Bowie lanzada poco antes de su muerte.
No pretendo comparar el legado de Bowie con el del fundador de los Heartbreakers. La casualidad quiso que Blackstar estuviera sonando cuando llegaron las noticias con esa voz seria y reflexiva que establece como hechos: «I’ve got scars that can’t be seen. / I’ve got drama: can’t be stolen».
A Tom Petty le agradeceré siempre el siniestro video y el ritmo de Mary Jane’s Last Dance —algo así como definir en imágenes el dulce encanto de bailar con el cadáver de Kim Basinger— y esa narración corta hecha canción de Into the Great Wide Open, que relata el ascenso y la caída de un efímero ídolo del rock (a rebel without a clue).
El País resaltaba ayer datos de la personalidad de un Tom Petty que supo sobreponerse a la figura de un padre abusivo. Y las redes han sabido sacarles provecho a sus expresiones sobre la bandera confederada o el control de armas. La leyenda seguramente resaltará su paso con los Traveling Wilburys (Tom Petty, Bob Dylan, George Harrison, Jeff Lyne y Roy Orbison), a los que la muerte de Orbison dejaría huérfanos.
Seguramente tampoco pasará inadvertido el hecho de que prohibió, con amenaza de litigio judicial de por medio, que I Won’t Back Down fuera usada por George W. Bush en su campaña. Las letras de esta canción, que hablan de una actitud de desafío frente a circunstancias adversas, fueron utilizadas para homenajear a las víctimas del 11 de septiembre de 2001. Otros, como Hillary Clinton, tendrían mejor suerte usando la canción para fines políticos, aunque la historia no acabó con una entrada triunfal en la Casa Blanca.
Sin embargo, creo que le guardo mayor simpatía a una vieja grabación de la nunca devaluada Little Red Rooster, más que por ese enorme valor de la fusión rock y blues, que nos ha dado tanto por las circunstancias cubiertas de nocturnidad, ventaja, alevosía y sonrisas cómplices en que fue reproducido luego de un downhill asesino desde las lagunas de Mojanda, donde descubrí que la combinación de pastillas de freno gastadas, dedos congelados por el frío del páramo y una suspensión haciendo su recorrido completo es la receta perfecta para una tragedia amortiguada por un casco roto y una piscina de lodo.
Las leyendas del rock se van. El tiempo se encarga de eso. La rebeldía, el amor, los desamores, las antiheroínas, los villanos y la irreverencia de los que hablan sus canciones se quedan. Sin embargo, mientras escribo esto repaso mentalmente una noche en los 70 estrenando audífonos para escuchar a los Sabbath sin levantar a mis padres y me comparo, por lo menos 30 años después, con los audífonos que me amparan escuchando Runnin’ Down a Dream para no despertar a mi esposa y a las niñas.
Sí, la rebeldía está allí, intacta, pero sigue teniendo audífonos por aquello de la prevención de conflictos, el manejo de riesgos y el deber de los tipos que no duermen de noche de respetar el sueño de los demás.