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  • Sara Curruchich: «Me dicen que soy un orgullo guatemalteco, pero me señalan de generar conflicto y división cuando hablo de racismo»

    Sara Curruchich: «Me dicen que soy un orgullo guatemalteco, pero me señalan de generar conflicto y división cuando hablo de racismo»

    Sara Curruchich, cantante maya kakchiquel de 26 años, denunció que le escribieron por su crítica al racismo en Guatemala para decirle que deseaban darle «un plomazo». En esta entrevista habla sobre las amenazas que recibió y sobre la importancia de sus canciones para reivindicar su identidad y los derechos de los pueblos indígenas.

    Nació en San Juan Comalapa, Chimaltenango, un municipio que se caracteriza por la expresión artística de sus habitantes: pintura, escultura, poesía, música. «Soy una mujer soñadora que me siento acompañada por la voz de mis abuelas», se define Sara Curruchich. En sus canciones, ya sea en español o en kakchiquel, se identifican los rasgos de su cultura. Están llenas de imágenes sobre los pueblos, el territorio, la memoria y la lucha por construir una sociedad en donde haya respeto por los pueblos originarios

    «A veces surge primero la palabra y otras veces la música o el ritmo. Me gusta mucho experimentar», asegura Sara sobre su proceso creativo. Graba, dice, sus canciones con su teléfono para escucharse y decidir si cambia algo. Su primera pieza es de 2014 y ahora promociona Somos, un álbum que mezcla varios géneros musicales como el rock, folk y la música tradicional kakchiquel. Ha hecho giras por varios países de Europa y América y fue una de las invitadas del festival Tiempos de Mujeres, que se realizó este año en la Ciudad de México.

    Ahora, en tiempos de pandemia por COVID19, trabaja en las canciones de su segundo disco y en fortalecer una red de mujeres cantantes. «Me gustaría que luego fuera mundial», dice Sara Curruchich. Afirma que en el futuro que se imagina los niños y las niñas de los pueblos originarios tienen acceso a la salud, a la educación y a que puedan ejercer el derecho de hacer música, de estudiar o de hacer lo que quieran. «Sueño con aportar algo desde mi espacio musical», dice.

    ¿Qué cambios has visto que provocan tus canciones?

    Alguna vez leí que reconocernos y utilizar nuestra indumentaria no es solo un acto de resistencia sino también de amor. A mí me hubiera gustado escuchar a más personas hablar de eso. La música puede hacer que muchas personas que niegan que haya racismo y que lo reproducen, cuestionen sus pensamientos y su comportamiento. He recibido mensajes de gente que me dice que ahora reconoce los actos de racismo en donde antes no lo veía. Eso alegra mi corazón porque la música no solo traslada vivencias colectivas, también es un canal para reflexionar sobre nuestras acciones.

    Sara Curruchich en el Zócalo de Ciudad de México

    Recientemente publicaste que te mandaron una amenaza de muerte. ¿Qué impacto tiene para ti este tipo de hechos?

    He recibido muchos mensajes privados con insultos racistas y misóginos, pero también comentarios públicos. Ambos son graves y no deberían pasar ni a mí ni a los compañeros y compañeras que se pronuncian por los problemas coyunturales e históricos de nuestro país. El mensaje que compartí en redes me impactó, aunque no fue el primero. Cuando lo recibí no supe qué hacer ni cómo reaccionar y por eso no puse le denuncia. Las redes son un buen canal de comunicación, pero también permiten este tipo de agresiones contra quienes nos posicionamos contra el racismo. La experiencia me hace pensar cómo es posible que a estas personas no les pese escribir este tipo de cosas en redes sociales. Muchas veces se les puede identificar con sus nombres, tienen fotos con su familia o también escriben desde el anonimato, pero es sorprendente que no tienen sentir o no les provoca nada escribir algo así.

    ¿Qué te motivó a hacer público este mensaje?

    Fui invitada por un movimiento de jóvenes indígenas a compartir experiencias en redes sociales en las que hemos sido víctimas de racismo. Lo hicimos con la etiqueta #GuateRacista. Yo compartí este mensaje porque fue una de las vivencias más impactantes que tuve cuando hablé sobre los derechos de los pueblos indígenas y el racismo. Es algo que nunca esperé. No debemos acostumbrarnos a la violencia porque no está bien. Agradezco mucho los mensajes de solidaridad. Ahora estoy acompañada por Udefegua, pero estas amenazas y mensajes racistas, misóginos y violentos los sigo recibiendo.

    Existe rechazo contra la ola de mujeres indígenas y cantautoras que hablamos de nuestros derechos

    ¿Te enfrentas seguido a este tipo de situaciones?

    Hay algo que sucede y es una de las consecuencias del racismo: como mujeres indígenas estamos colocadas como un objeto de atracción. Está bien si nos mantenemos calladas, pero está mal si hablamos o abordamos algún tema que vivimos nosotras o nuestras comunidades y pueblos frente a la exclusión y la estigmatización. Hay mucha gente que me apoya, que me felicita cuando comparto alguna canción o video, que me dice que soy un orgullo guatemalteco, pero que me señala de generar conflicto y división cuando hablo de racismo o discriminación. Me dicen que en Guatemala todos somos guatemaltecos y que no importa nada más. Sin embargo, los pueblos originarios han sido excluidos, violentados y reprimidos.

    Inexcusablemente negra

    Esto no sucede solo en las redes sociales.

    Así es, también en mi vida cotidiana. Es un poco complicado explicarlo, pero existe rechazo contra la ola de mujeres indígenas y cantautoras que hablamos de nuestros derechos. Me encuentro con personas que llegan a mis conciertos y me dicen que mejor no hable de política o de racismo porque destruiré mi carrera. Me han dicho que me cambie de ropa porque ya estuvo bueno de subir al escenario con ese traje de pueblo. Me asombra que critiquen mis trenzas o que me pregunten si no me da vergüenza parecer una india. Reflexiono y cuestiono estas actitudes porque son iguales a las que encuentro en las redes sociales. Me doy cuenta de qué es lo que la gente piensa.

    Sara Curruchich durante una exibición

    ¿Cómo decidiste que tu música es un medio para la resistencia y la reivindicación de tu identidad y los derechos de los pueblos?

    No soy la primera ni la última ni la única que ha vivido situaciones muy dolorosas por racismo. Como mujeres originarias no solo nos enfrentamos con el machismo y el clasismo, sino también contra el racismo que nos excluye. Es una agresión contra nuestros cuerpos y nuestro espíritu que pretende borrar nuestra identidad. Por eso, al igual que muchas otras mujeres, pasé por no querer utilizar mi traje ni hablar mi idioma. Esto es lo que yo sentía. Entonces me di cuenta de lo que hacía. Entendí que no era la única. Veía a todas las mujeres indígenas que me rodeaban y empecé a cuestionar lo que yo hacía mientras ellas y los pueblos luchan tanto en contra del racismo. Tuve un proceso de reconocimiento y fortalecimiento de mi identidad. Antes de comenzar a escribir me di cuenta de que la música ha sido fundamental para sanar y para reencontrarme y reivindicarme como mujer indígena. Hay voces que nos dicen cómo deben ser las cosas y que lo bello no somos nosotros y nosotras. Pero la música nos permite dar la vuelta para decirles a las niñas y las juventudes que los pueblos originarios tenemos una raíz muy fuerte, una cultura milenaria con una sabiduría muy grande que nos permite conectar con las abuelas y abuelos.

    En un escenario recuerdo que gracias a la lucha de otras mujeres yo puedo hacer lo que hago

    ¿Qué te provoca más alegría?

    Es la primera vez que me preguntan esto. A mí me da mucha alegría estar en el campo y en medio del bosque, estar en conexión con la tierra y sembrar. Me da alegría abrazar a mi mamá. Me vas a hacer llorar… (hace una pausa, suspira y sonríe para continuar). Me da mucha alegría poder cantar, convivir con la gente, estar con las comunidades. Me mueve completamente ver cantar a niñas y niños. Eso me da mucha alegría, convivir y aprender de mis compañeras.

    San Juan Comalapa, Chimaltenango, donde naciste, se caracteriza por su expresión artística. ¿Cuál es la importancia de tu comunidad en tu trabajo?

    Este pueblo es maravilloso. Hay muchas expresiones artísticas, no solo con la pintura. Hay textiles y mujeres que se dedican a fabricar comales y a pintar. Esto es algo que sin duda influyó en mí. Ellas son un gran ejemplo para las niñas y la juventud, sobre todo porque la mayoría de los espacios artísticos los han ocupado hombres. Encontrar mujeres que pintan y tejen me dio mucha fuerza. Me siento inspirada y acompañada por ellas, porque sus luchas han sido grandes. Comalapa me influyó a través de sus colores, en el deseo de querer hablar sobre la tierra, sobre nuestras vivencias y cosmogonía.  

    ¿Qué importancia le das a la formación artística?

    Todo el conocimiento que se pueda generar y obtener no siempre estará en la escuela o en la universidad. Debemos romper esta idea porque hay muchos saberes que están en otras partes y nos ayudan a comprender de una manera más profunda nuestra existencia y el mundo que nos rodea. En Guatemala la educación está reconocida como un derecho, pero no llega a todas y todos porque realmente es un privilegio. De manera privilegiada estudié en la Escuela Superior de Arte de la USAC. Comprendí que podía tomar muchos elementos de esta construcción musical occidental, pero no quería dejar de hacer lo que aprendí de los pueblos. Lo que estudié en la universidad tiene muchos elementos que me ayudan a construir algo mucho más grande si lo uno con los conocimientos musicales tradicionales. Esto es algo maravilloso. Es importante que podamos tener el acceso a la educación, tomar los elementos que consideremos que nos ayudarán a comprender y a profundizar sobre algún tema. Así se construye una complementariedad bastante buena.

    Sara Curruchich

    Esta semana estrenaste el video de Tukur. Fue dirigido por el cineasta Jairo Bustamante. ¿Qué significa esta canción para ti?

    Hemos escuchado que hablan sobre el tukur, el búho o el tecolote, con miedo, porque creen que trae mala suerte. Para muchos pueblos el tukur es un mensajero que canta a la vida y a la muerte. La muerte no es dejar de existir sino existir de otra manera, es trascender. Tukur nació con la idea de agradecer a este animalito por ser un mensajero y por permitirnos escuchar a nuestras abuelas y abuelos que trascendieron y nos acompañan de una manera espiritual. Esta canción es una manera de decir que el tukur no es malo porque nos transmite el sentir de los seres que amamos. A través de esta canción digo que nuestros seres nos acompañan durante el día y la noche. Trabajar con Jairo Bustamente fue una experiencia muy linda porque él es muy sensible y fue respetuoso cuando hablábamos sobre el significado del tukur. Junto con el equipo de producción y los danzantes fue una experiencia maravillosa. Estoy muy agradecida con el video. Sé que logramos el objetivo de compartir el sentir que está en nuestro corazón.

    Has ocupado escenarios muy importantes y hecho giras por varios países del mundo. Estuviste en el festival de México, Tiempos de Mujeres, por ejemplo. ¿Qué significado tienen para ti estas experiencias?

    Cada uno de los conciertos ha tenido una magia y una esencia que se quedan sembradas en mí. Me gustaría que todas las mujeres de Comalapa que empezaban a cantar en la década de 1980, pero que se vieron obligadas a callar por el temor de ser perseguidas y asesinadas porque fue la época más dura de la guerra, hubieran tenido la misma oportunidad. En cada concierto las recuerdo a ellas y a mi mamá. Cuando estoy en un escenario recuerdo que gracias a la lucha de otras mujeres yo puedo hacer lo que hago, puedo hacer música y puedo cantar. Esta oportunidad y este regalo ha sido gracias a ellas. Las rememoro con mucho respeto y agradezco cada espacio en el que he estado, porque ha sido un recordatorio de mis abuelas de sangre y de mis otras abuelas, que son las de mi pueblo. He conocido a mucha gente maravillosa que me hace cuestionar mis propias actitudes y me deja una fuerza muy linda en mi espíritu. Trato de tomar de cada uno de estos espacios algo que pueda hacerme sentir en armonía, en equilibrio y ayudarme a mejorar no solo como música sino también como humana.  

    En pocas palabras, ¿podrías definir las siguientes de tus canciones…?

    Ser del viento… Montañas
    Somos… Comunidad.
    Tukur… Abuelas y abuelos.
    Resistir… Los pueblos de Guatemala.
    La Siguanaba… Mujeres que luchan.
    Niña… Fuerza y ternura.
    Corazones de flores… San Juan Sacatepéquez.
    Entre la gente… Compartir en colectividad.

  • Racismo en Guatemala: más que una falla social, una ideología de dominación

    Sin duda, a lo largo de la historia han existido ideas sobre la superioridad de unos seres humanos sobre otros, mito que se ha sustentado en las diferencias físicas existentes.

    A estas creencias, sin embargo, no se las puede denominar racismo en un sentido estricto. Fue hasta hace unos pocos siglos cuando aparecieron los elementos que le irían dando esa forma. Es decir, se empezó a estructurar con la pretensión de constituirlo en una ideología y en una manera de ver el mundo.

    En su trabajo Las mentiras del racismo: el peligroso mito de la raza y la falaz ideología del determinismo biológico, en el apartado 1.1., «El racismo: una ideología de la modernidad», José Alfredo Elía Marcos explica lo siguiente: «El racismo es un conjunto de doctrinas que surgen en un momento específico de la historia: la Modernidad, más en concreto durante la Ilustración. Se irá desarrollando durante el siglo XIX incorporando datos de las ciencias positivas hasta alcanzar su apogeo con la aplicación de las políticas genocidas del nacionalsocialismo alemán».

    En la historia, bajo esa óptica, se asumieron e implantaron estas ideas como verdades absolutas al extremo, como en el nazismo, de pensar en el sometimiento del mundo y en el exterminio de conglomerados humanos sobre la falsa idea de la superioridad de la raza. Las diversas manifestaciones en las que se expresa el racismo, sin embargo, no son solo observables en esa época y en esa latitud, sino que han trascendido el tiempo y el espacio.

    La invasión y colonización de América se arropó con el argumento de la superioridad de la raza.  Su finalidad era consolidar el dominio de los invasores e imponer modelos económicos que se extendieran en el tiempo y garantizaran la explotación y el saqueo de los bienes y recursos de los pueblos originarios. Visto así, el racismo no ha sido más que un mecanismo para esos efectos.

    En Guatemala se ha construido un Estado que responde a esos modelos económicos, en el cual los poderes que le han dado forma han visto a los pueblos originarios, más que como pueblos con derechos, como sujetos útiles y objeto de explotación. Así se explican, por un lado, las abismales diferencias en lo económico, político, jurídico, cultural y social cuando se hace la relación blanco-moreno y, por otro, el desprecio con que se tratan los reclamos de respeto a los derechos específicos de los pueblos indígenas y la permanente y casi salvaje descalificación de figuras políticas indígenas que ejercen su condición de sujetos políticos y encaran la historia de nefastos e injustos saqueo y exclusión.

    El Estado racista ha implantado imaginarios y reproducido prejuicios diligentemente mediante mecanismos que excluyen al diferente y que van desde la reproducción de estereotipos hasta la permisividad en la ridiculización a través de la jocosidad perversa. El fin: implantar en el imaginario social la idea de que los indígenas son inferiores y la permanente necesidad de interiorizala, ya que dicha condición es consustancial al sistema.

    Aun sin reconocerse la discriminación racial como tal, en el país hay instrumentos jurídicos que a la luz del debate, y particularmente de la lucha de los pueblos indígenas, se han incorporado al orden jurídico nacional y que de alguna manera pretenden encararla. Es el caso de artículo 202 bis del Código Penal, que ya ha sido puesto a prueba. A la luz de este se han litigado casos de discriminación étnica en los tribunales nacionales. Sin embargo, a pesar de las sentencias condenatorias que de ellos derivaron, estas no impactaron en el imaginario social dominante.

    Por fortuna, se ha demostrado que el racismo es profundamente antihumano. Y lo más avanzado de la humanidad ha forjado un conjunto de medios y de instrumentos jurídicos internacionales que pretenden eliminarlo a partir de considerar «que la supuesta superioridad que lo argumenta es científicamente falsa, jurídicamente invalida, moralmente injusta y socialmente condenable». Sin embargo, y contrario a esta aspiración, en el mundo de hoy hay férreas resistencias y peligrosos rebrotes. Y en Guatemala en particular hay una ideología que subyace y que se resistirá a sucumbir por las implicaciones que tiene en el modelo económico y político instaurado por las clases dominantes.

  • Supremacía blanca, linajes nobiliarios, aristocracia y élites hegemónicas: hijas putativas del colonialismo

    No es tan cierto lo que dicen los grandes empresarios de que el Estado ha sido cooptado por las mafias, tanto las políticas como algunas empresariales.

    Considero que es al revés: el Estado —jurídico y político— fue construido por los empresarios de la guerra durante las invasiones coloniales, con la corrupción y la violencia como cimientos. Por lo tanto, Estado colonial y corrupción son lo mismo, y ambos han servido de plataforma a las élites para acumular poder económico y político, perpetuar privilegios y al mismo tiempo darle brillo al linaje, a los apellidos que los separan y diferencian del resto de la población, y privilegiar así la blancura y la pureza de sangre.

    Es la corrupción como origen del Estado colonial la que ha cooptado paulatinamente a la sociedad en su conjunto.

    La aristocracia no es natural ni de orden divino. Es una construcción social y clasista basada en el ejercicio violento del poder político, militar, religioso y económico para concentrar la riqueza y el conocimiento y dominar a la población. El Estado y la democracia han sido perfilados a la medida de los intereses de la clase dominante. Ambos están incompletos: un Estado fuerte para lo que hace y débil para lo que debe hacer, y una democracia de fachada que nos hace creer en la participación y en la elección de nuestras autoridades, autoridades de raíces extranjeras, descendientes de los invasores, personajes enaltecidos por la historia oficial, algunos con doble nacionalidad y apellidos fuera de lo común para los guatemaltecos.

    Es un sistema que ha prevalecido durante 500 años, en el cual los nombres de abolengo se repiten en los gobiernos, la milicia y la religión. Son ellos los que han disfrutado del Estado (su finca llamada Guatemala), ya sea adentro o afuera, y excluido a los segmentos poblacionales mestizos-ladinos y a los pueblos indígenas. Leyendo la historia, uno encuentra que apellidos como Skinner-Klée, Arce, Aycinena, Ligorría, Laugerud, Berger, Arzú Irigoyen, García Granados, Valladares, Ayau, Lainfiesta, Rímola, Urruela, Bosch, Zelaya, Aitkenhead y Sinibaldi, por mencionar algunos, son los que se han sucedido gobernando, concentrando el poder económico y estando siempre presentes en los cambios sociales, económicos, jurídicos y políticos. Han orientado los cambios para que nada cambie. Para ellos debe de ser natural que el Estado sea su fuente de riqueza y el espacio para su clase.

    Ahora que se están evidenciando las múltiples acciones corruptas en que han incurrido grandes, tradicionales y prestigiosas empresas a través de sus clanes familiares dueños de ellas, se acude a la justificación falaz de que el Estado es el que ha copado a algunos miembros de las élites económicas y políticas (cuando es al revés), que merecen apoyo y acompañamiento y que la ley debe garantizar una justicia pronta y cumplida. Mientras tanto, se callan ante la situación de los procesados pobres o indígenas que pasan años encarcelados en largos y costosos procesos judiciales y para quienes, una vez liberados de los cargos, no existe ningún resarcimiento por la injusticia de la justicia del Estado colonial.

    Muchos han sido corruptores y ahora son corruptos. Juegan ambos papeles. Ellos mismos, como Felipe Bosch[1] y sus voceros (supongo que pagados por ellos), se exculpan diciendo que son víctimas de extorsión y argumentando lo dicho por un especialista: «La corrupción es efecto, no causa»[2]. De ese modo, los empresarios corruptos aparecen como angelitos de primera comunión, como víctimas de autoridades de gobierno. Como dije, son los mismos que ejercen el poder formal y el real, y aquí vale lo que dice el refrán popular: «Entre bueyes no hay cornadas». David Martínez-Amador menciona el dicho de que «detrás de cada gran fortuna hay un gran crimen».

    Por lo tanto, una variación de rumbo, un cambio del sistema corrupto y clientelar, significa un cambio en el ejercicio del poder político, un cambio del modelo económico productivo y, por lo tanto, relevar de la construcción del Estado y de la sociedad a las élites nobiliarias y colonialistas.

     

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    [1] Prensa Libre. 14 de agosto de 2017. Página 10.

    [2] Alfred Kaltschmitt. Prensa Libre, 8 de agosto de 2017. Página 24.

  • Charlottesville: ¿tan guatemalteca como tú?

    Los incidentes violentos provocados por racistas de extrema derecha y neonazis en Charlottesville son una advertencia muy seria para Guatemala.

    El racismo es una de esas vergüenzas de la humanidad que, trágica, peligrosa y desgraciadamente, continúan vigentes y activas. Ha sido el motor de muchas de las tragedias humanas, como el Holocausto perpetrado por la Alemania nazi, la esclavitud y toda la estupidez de la supremacía blanca en los Estados Unidos (EE. UU.), y, sí, también el genocidio en Guatemala.

    En la pequeña localidad de Charlottesville, un pueblo universitario del estado de Virginia, EE. UU., hay un parque en el que se encuentra una estatua ecuestre del general Robert Edward Lee, quien luchó en el bando confederado en la guerra civil o de secesión estadounidense. Los grupos de la extrema derecha radical estadounidense, que incluyen a los supremacistas blancos, al Ku Klux Klan y a los neonazis, consideran a Lee un «héroe» en la defensa de la esclavitud.

    Por ello, las decisiones de las autoridades ediles de Charlottesville de, primero, renombrar el parque Lee a parque de la Emancipación y, segundo, remover la estatua ecuestre del general confederado produjeron la ira de los derechistas radicales extremos. Estos organizaron una manifestación con el lema «unir la derecha», prohibida, de conformidad con la ley del lugar, por contener expresiones de odio racial y neonazi.

    Sin embargo, la manifestación se realizó el sábado pasado y es considerada ya la mayor marcha de supremacistas blancos en muchos años en EE. UU. Fue confrontada con una contramanifestación, lo que resultó en una jornada de violencia a causa de la cual ya se lamentan tres personas muertas y decenas de heridos. El fallecimiento de una de ellas y la mayoría de las víctimas de la violencia fueron producto de que un supremacista blanco embistió la contramanifestación con un vehículo al mejor estilo de nuestro Jabes Meda.

    Debería preocuparnos y avergonzarnos mucho que esta tragedia en Charlottesville tenga mucho más en común con Guatemala que el horror de un energúmeno homicida al volante arrollando a un grupo de manifestantes. Guatemala y Charlottesville tienen en común la vigencia activa del odio racista: que haya gente que piense y defienda que un grupo racial es superior a otro.

    ¿Cuánta gente en Guatemala sigue creyendo que el maya es racialmente inferior al ladino? ¿O que, cuando un maya procrea con un ladino blanco, el maya sale ganando porque el cruce ayuda a mejorar la raza? ¿O que blanco y rubio es guapo, mientras que maya es feo? ¿Cuánta gente sigue diciendo indio por querer decir necio o estúpido? ¿Cuánta gente, aun con la mejor de las intenciones, le dice indito o indita a alguien porque siente y piensa que esta persona merece lástima por supuestamente pertenecer a una raza inferior? ¿Cuántos les tienen miedo a los indios porque son diferentes y peligrosos? ¿Cuántos se oponen a que haya un presidente maya?

    Creo que Guatemala sí que ha avanzado en el esfuerzo por erradicar el racismo. Las leyes vigentes contra la discriminación son una prueba y, como consecuencia, la gente se cuida cada vez más de decir en público expresiones racistas. Pero, por desgracia, quizá lo que hace falta por lograr es mucho más que lo avanzado. Persisten comedias y chistes racistas (como los del programa Moralejas, en el que actuaba el presidente Jimmy Morales) y, aunque no se digan en público, las ideas y los sentimientos racistas continúan arraigados en las mentes y los corazones de las guatemaltecas y los guatemaltecos.

    Angustia pensar que, con lo ocurrido el sábado pasado, Charlottesville lució vergonzosamente guatemalteca. Es una advertencia muy seria y grave de la bomba de tiempo cotidiana con la que vivimos en Guatemala.

  • Charlottesville, o Del legado colonial

    Estos días no me gustaría vivir en Charlottesville, Virginia, o en el sur de los Estados Unidos.

    Han recorrido el mundo las escenas de supremacistas blancos y de neonazis desafiando con antorchas a la comunidad universitaria y atacando a quienes protestaban pacíficamente su presencia. A pesar de que los neonazis estaban armados hasta los dientes, las fuerzas de seguridad brillaban por su ausencia para mediar en el caos. El saldo es de tres muertos —entre ellos una joven activista— y una veintena de manifestantes heridos, atropellados por uno de estos fanáticos terroristas.

    Recuerdo todavía el escalofrío que experimenté la mañana siguiente de las elecciones, cuando en la radio confirmaban oficialmente quién sería el próximo presidente estadounidense. Sentí, literalmente, la pata del elefante aplastándome sobre la cama, sofocándome de angustia e incertidumbre. Fue el día que más me ha costado salir de la casa, temerosa de que alguien, con licencia ahora para expresarse abiertamente, me insultara o atacara por ser quien soy. Después de todo, casi la mayoría de los estadounidenses acababan de elegir no solo a un vulgar empresario y acosador de mujeres, sino a un xenófobo alineado con grupos racistas.

    Así pues, los hechos en Charlottesville estremecen e indignan, pero a muchos no nos toman por sorpresa. El Centro Legal Sureño contra la Pobreza (Southern Poverty Law Center) es una institución dedicada a identificar, monitorear y cuantificar el número de grupos racistas y extremistas en los Estados Unidos. Según el centro, existen actualmente 917 grupos de esta naturaleza en el país. Durante la presidencia de Barack Obama se incrementaron de 932 a 1 018. Luego, los grupos disminuyeron, pues pasaron a operar en las redes sociales, pero durante la campaña electoral pasada, que cortejaba a estos grupos, volvieron a aumentar y llegaron casi al millar.

    El pasado colonial de Estados Unidos y la violencia sobre la cual esa nación fue fundada y erguida tienen un peso preponderante en los hechos que este fin de semana podrían haber marcado, como expresó uno de los líderes extremistas, un «momento crucial» en su movimiento. Varios estudiosos, entre ellos el historiador Winthrop D. Jordan, argumentan que la supremacía blanca es un constructo social, un concepto dinámico con distintas manifestaciones a través del tiempo y según el lugar. La llegada de los exploradores y conquistadores europeos al continente marca el inicio de las categorías raciales para jerarquizar el valor de unos grupos sobre otros, de modo que se crea el concepto de blancos y estos se convierten en los supuestos civilizadores frente a la amenaza del otro.

    En un primer acto llevaron a cabo el genocidio de los pueblos originarios, vistos como una amenaza a su empresa de expansión y expoliación de la tierra. Luego instauraron la esclavitud de los negros como institución, predominantemente en el sur, para expandir su riqueza por medio del robo del trabajo de estos, aunque se los vea como dóciles y haraganes. Con la emancipación de los negros se desata una violencia sistemática contra estos, pues, una vez libres, son considerados una amenaza.

    Surgen así grupos como el Ku Klux Klan para perpetuar esa dominación y ese control, que se manifestaban con actos violentos, pero también desde el Gobierno por medio de la prohibición o la limitación del derecho al voto, la sanción de leyes segregacionistas y la falta de inversión social en sus comunidades, de manera que se los orillaba a la precariedad.

    Se decía que, con la presidencia de Obama, Estados Unidos entraba en una era posracial. Nada más alejado de la realidad, y así lo prueban los hechos en Charlottesville. Un amigo historiador afroestadounidense dice que la experiencia racial se asemeja a una banda elástica: cuando se encuentra en su estado natural, sin ninguna presión, es pequeña y restrictiva de la igualdad o equidad racial. Pero hay momentos en que, debido a la presión social, se expande y permite mayores derechos y oportunidades.

    Me temo que hoy asistimos a la reducción de espacios democráticos por par parte de un gabinete gubernamental dominado por la extrema derecha nostálgica y por un mandatario convenientemente ineficaz y corrupto que, al igual que las fuerzas de seguridad, está al servicio de la desunión, el odio y el rencor. Del resto de la mayoría de los ciudadanos, incluyendo la derecha moderada, dependerá que la banda elástica no regrese a su estado natural.

  • Sociedad militarizada: violencia y colonialidad (3)

    La crisis del Estado guatemalteco generalmente la atribuimos al modelo económico, al neoliberalismo, a las corrientes de izquierda, al sector empresarial, a los indígenas y, en fin, a la sociedad.

    Indudablemente todos los actores interactúan entre sí en un sistema que poco cambia. Sin embargo, obviamos el papel catalizador que ha jugado el Ejército, que, al margen de enfrentamientos sectoriales, de clase o de pueblos, ha sido en última instancia el determinante de que estemos como estamos.

    Para concluir esta serie de artículos (los dos anteriores son este y este), señalo algunos aspectos que han determinado la marginalidad y la discriminación de los pueblos indígenas, derivados del rol del Ejército en la consolidación del Estado colonial. En el imaginario social se nos ha instilado la idea de un Ejército glorioso, heroico, unido graníticamente, defensor de la soberanía nacional, guardián del pueblo, que interviene para solventar desastres no solo naturales, sino también políticos, que es disciplinado y resguardo de valores que deben servir de ejemplo a los buenos ciudadanos.

    Esa retórica oculta la realidad, ya que el Ejército ha sido la principal institución racista desde sus orígenes coloniales. El ejemplo más claro es el reclutamiento de indígenas, que antes era forzoso y ahora ya no, aparentemente. Sin embargo, la tropa sigue estando conformada por indígenas en su mayoría. Históricamente, la gente urbana, ladina y de clase media no ha sido reclutada como se hace con los indígenas: a la fuerza y en contra de su voluntad.

    Hernán Cortés y Pedro de Alvarado instituyen el reclutamiento forzoso al obligar a los pueblos dominados a proveer hombres para integrar las milicias que luego serán usadas para conquistar territorios y saquear pueblos. «Entré a la ciudad de Guatemala (Iximché), que está a diez leguas de esta (Utatlán), a decirles y requerirles de parte de su majestad que me enviasen gente de guerra, así para saber de ellos la voluntad que tenían como para atemorizar la tierra»[1].

    Hasta hace poco, aprovechando las fiestas patronales o los días de mercado en los pueblos indígenas, llegaban los camiones del Ejército a cazar jóvenes indígenas para llenar el cupo militar. Se cerraban las salidas del pueblo y, en medio de gritos y llantos de los familiares, soldados indígenas al mando de oficiales ladinos metían a golpes en los camiones a la juventud indígena. En las ciudades eso no ocurría: no agarraban a ladinos de la capital. En los desfiles militares, pelotones de soldados indígenas, de condición rural y pobre, marchan bajo el mando de un oficial ladino.

    La prensa documenta acciones del Ejército ante los desastres naturales, aunque no sea su función. Hacen mal bacheo en las carreteras, donde se ven soldados mal nutridos y con rostros indígenas y rurales. El que manda es un oficial ladino la mayoría de las veces. Y lo que estos soldados hacen lo convierte en gloria la élite de altos oficiales: generales, almirantes, coroneles y no sé qué más cargos existen, que física y socialmente nada tienen que ver con la tropa indígena. La gloria y los honores para los altos mandos, y el sacrificio y el cansancio para los soldados.

    En la guerra interna reciente, la mayoría de los muertos en ambos bandos los puso la población indígena. Y los réditos de la paz fueron para los altos mandos de la institución castrense. Según Schirmer[2]: «… los patrulleros llegaron a ser en su mejor momento 1.3 millones de campesinos al servicio de la contrainsurgencia y bajo el control directo del Ejército […] 24 % de la población adulta en edad de trabajar [fue] forzada a desentenderse de sus ocupaciones habituales de sobrevivencia para participar en la defensa de un orden que nunca conocieron». La convirtieron en una guerra entre indígenas.

    Conclusión: la historia documentada evidencia el determinante papel del Ejército en la conformación del Estado y su responsabilidad en las condiciones de pobreza y exclusión de los pueblos indígenas, pero el mayor problema son sus elementos de virtudes y heroísmo que el sistema nos ha incrustado en el imaginario y que, en consecuencia, nos convierten en una sociedad mentalmente militarizada y, por lo tanto, permisiva, conservadora y con poco aprecio por la democracia y los derechos humanos.

     

    ***

    [1] Lovell, George W. y otros (2016). Atemorizar la tierra: Pedro de Alvarado y la conquista de Guatemala (1524-1541). Guatemala: F&G Editores. Página 9.

    [2] Schirmer, Jennifer (1999). Las intimidades del proyecto político de los militares en Guatemala. Guatemala: Flacso.

  • El cristal opaco

    «Alguien que no ve un cristal no sabe que no lo ve. Alguien que, ubicado en otro lugar, lo ve no sabe que la otra persona no lo ve» (Simone Weil).

    El racismo forma parte de eso que podría llamarse nuestra actitud natural. Es natural porque forma parte de lo que creemos incontrovertible del mundo, es decir, de ese mundo irrefutable que el cristal opaco de la percepción nos demuestra que es absurdo moralizar, como lo sucedido con la mentada tienda María Chula, pues toda certeza proviene de la convicción propia de que lo que el mundo nos muestra es lo que es, y no otra cosa.

    Lo particular del incidente ha sido la avalancha de comentarios rabiosos en redes sociales ante las disculpas públicas de la dueña de dicho negocio. La sorna con la que muchos han respondido es una expresión aún más deplorable que el mismo nombre de la tienda. Hay una buena razón que lo explica: el racismo se produce en los espacios más significativos y valorados de las personas. Por eso acciones como las de la Codisra resultan irritantes y chocantes para algunos. Son burdas desde el punto de vista en el cual se está situado, donde nuestra propia perspectiva encuentra molesto juzgar una conducta considerada inocente.

    Nuestro lenguaje no es solo un instrumento. Es una forma de vida. Por medio del lenguaje construimos ese lugar que habitamos y lo que entendemos de ese mundo, en el cual participamos, realizamos lo que imaginamos o suponemos que somos y donde los demás nos confirman, mediante la manera como interactuamos con ellos, que en realidad somos lo que somos.

    La publicidad como fenómeno del lenguaje es un fenómeno social significativo: si la imagen que consumimos corresponde a lo que realizamos como personas, es probable que nos veamos tentados a consumir lo que se nos ofrece. Cuando hablo de consumir lo que realizamos como personas, me refiero a la imagen de nosotros mismos en el mundo, que se hace real a través de lo que vemos en el espejo, de lo que comemos, de lo que vestimos, de lo que nos hace sentir bien o mal, y la valoración negativa de las diferencias entra dentro de esta categoría de consumibles identitarios.

    No es nada nuevo decir que las palabras María e indio no tienen un sentido en sí, dado que las palabras no son cosas, sino codificaciones simbólicas de las relaciones sociales que acaecen. Por eso las palabras toman un sentido dependiendo de quién se las dice a quién, del momento y del lugar, y por ello pueden significar una mera trivialidad o llevar connotaciones inaceptables, como el juego de palabras implícito en la expresión «María chula», que, como bien expresó un amigo, no la usarían para vender joyería fina ni artículos de lujo, sino para vender ropa de indita. Nada nuevo bajo el sol: a las Marías se las puede tratar como se desee, de Marías, de chulas, porque al fin y al cabo son indias.

    Nos adiestramos en el lenguaje desde nuestra infancia, en la experiencia individual con relación a la comunidad donde desplegamos nuestra existencia y nuestra realización individual. Aunque el voseo es la expresión de una mera relación de confianza, expresa algo diferente cuando lo usamos en una relación con extraños. «Vos, chino». «Vos, María». Al nombrar no damos un nombre: establecemos una relación descriptiva del mundo, relación donde yo asumo inconscientemente que puedo hablar desde la confianza que me da la superioridad étnica con ciertas personas. Cuando se cuestiona el racismo, se está cuestionando entonces en realidad una relación de poder naturalizada.

    El hecho de encabronarse con la Codisra y de expresar públicamente «no soy racista porque yo uso María para…» es en sí un performance social donde a una comunidad de hablantes imaginados como iguales les expongo la legitimidad de mi discurso. Es una especie de prueba de hipótesis sobre la moralidad de mis emociones. Por eso en ocasiones resulta complicado hacerle ver a alguien racista que es racista, porque se están cuestionando los rudimentos básicos de su experiencia social natural. Cuando se reprime el racismo, se está anulando a una parte de la persona que vive y se realiza a partir del lenguaje. Por eso siente irritación, siente molestia en su interior, pues son su poder y su manera de entender el mundo los que se ponen en cuestión.

    Cuando se cuestiona una imagen naturalizada como en la expresión «María chula», se cuestiona el yo realizado en las relaciones materiales dotadas de significado por el lenguaje. De ahí que ciertas acciones críticas, lejos de generar empatía, generen enojo. Quizá esto deja de lección que combatir el racismo es una tarea compleja que no debería moralizarse. Implica comprensión histórica, por un lado, y un cuestionamiento del orden expresado en el lenguaje, por otro. Los juicios éticos los realizamos no porque alguien nos obligue a ver que algo es bueno o malo, sino porque nosotros mismos lo juzgamos a la luz de la comprensión de una experiencia concreta.

    Hay quienes afirman que las acciones de la Codisra solo causan «desunión». Y tienen razón: criticar la inmoralidad de nuestra historia étnica presente en el lenguaje implica cuestionar el pegamento con el que nos hemos unido jerárquicamente en este país por siglos. El punto es volver a construir nuevos lazos de convivencia para entendernos más allá de esa matriz colonial que se sigue reproduciendo a través del racismo.

  • ¿Qué es el racismo estructural?

    El racismo y la creencia de que una raza particular es superior o inferior a otra, así como la creencia de que ciertas características biológicas están predeterminadas por la raza de una persona, han existido a lo largo de la historia. En Guatemala, estas creencias no solo existieron, sino que fueron parte de la columna vertebral de la estructura social, económica y política establecida después de la independencia.

    En este país, el racismo ha sido el ADN de nuestros períodos más oscuros y, a pesar de los esfuerzos realizados por muchas personas a lo largo de distintas generaciones, se ha mantenido en nuestras instituciones. Ante esta realidad, la labor de los académicos que estudian nuestro pasado es fundamental para entender por qué estamos como estamos y cómo podemos cambiar las condiciones que hacen que el racismo continúe siendo hoy tan corrosivo para la sociedad como lo fue en décadas pasadas.

    En muchos casos, las manifestaciones del racismo son evidentes. Podemos notar las disparidades raciales que existen entre nuestros colegios privados y nuestras escuelas públicas, entre lo urbano y lo rural, entre nuestros condominios y barrios, entre quienes usamos automóvil y quienes nos transportamos en camioneta, entre quienes vamos a hospitales privados y quienes utilizamos hospitales públicos, en quien nos atiende en un café o limpia los hogares de miles de familias acomodadas guatemaltecas. Los efectos del racismo están presentes en todos lados.

    Sin embargo, el racismo también se manifiesta en otras formas menos evidentes pero igualmente peligrosas y corrosivas para la sociedad. Si ponemos atención, podemos observar los efectos del racismo en los anuncios de publicidad, en las noticias de crímenes contra civiles, en el impacto del desarrollo social y humano demostrado por las estadísticas. En el campo de estudio de los impactos de/en la globalización en/por el racismo, siempre entendemos que cada región debe estudiarse y problematizarse por las particulares integraciones sociales, económicas, políticas e históricas que la hacen ser de una u otra manera en el momento histórico particular de estudio.

    Para entender el racismo que nos amenaza es fundamental que tengamos muy claro qué implica el racismo estructural, así como la herencia y las externalidades negativas que ha tenido la discriminación racial en nuestro país y en grupos cercanos de influencia.

    El racismo estructural se define como la normalización y legitimación de políticas públicas, prácticas cotidianas y actividades diarias que se acumulan y producen resultados adversos de forma crónica para un grupo específico de una población debido a su color, origen, cultura, vestimenta u otras características. El racismo es estructural principalmente porque se convirtió en instrumento para el establecimiento o la ausencia de sistemas de justicia, de educación y de salud que benefician o excluyen a un grupo de la sociedad en detrimento de otro. De forma privada, el racismo estructural se ha convertido en instrumento para la segregación de la sociedad en grupos y zonas, en clubes o asociaciones, en entornos y microcosmos en los cuales el acceso está restringido de forma no tácita para uno o varios grupos de la sociedad que por motivos raciales no son aceptados como iguales.

    En Guatemala, como en el resto del mundo, discriminar es parte de nuestra naturaleza. Sin embargo, el uso de la razón nos permite entender que hay que promover la educación y la ruptura del sistema estructural de racismo en que vivimos, para lo cual debemos cambiar las relaciones de intercambio existentes. Ante esto, el Gobierno tiene la responsabilidad de implementar acciones para contrarrestar y reducir la discriminación racial por la cual Guatemala continúa con altos índices de pobreza, analfabetismo, enfermedades, desnutrición y empleo informal, entre otros, que son mayores en algunos grupos étnicos de la población. Estas condiciones de marginalización racial son estructurales, y su normalización continúa dejando a las poblaciones históricamente discriminadas vulnerables a las acciones predatorias de algunos empresarios inescrupulosos que las han utilizado como mano de obra o carnada para sus productos y servicios.

    Para darnos cuenta de que el racismo es estructural en Guatemala, debemos entender no solo las particularidades de las desigualdades existentes entre distintos grupos de la población, sino también cómo estas desigualdades se entrelazan, fortalecen y refuerzan unas a otras al punto de que se normalizan actitudes racistas en la conducta diaria. Es necesario que nuestro gobierno estructure políticas públicas de inversión y de compensación de largo alcance que permitan ofrecer igualdad de oportunidades y de trato para todos los guatemaltecos.

  • Felizmente, el «indio» está desapareciendo

    Cada vez con más fuerza y consistencia los indígenas guatemaltecos están diciendo basta al racismo, a la exclusión y a la explotación que desde hace más de 500 años se han impuesto en Guatemala.

    No estamos aún en el imperio pleno de la equidad y del respeto colectivo, pero la ideología criolla, esa que por siglos se ha impuesto en la cultura guatemalteca, comienza a ser cuestionada de raíz. No solo con más vehemencia, sino, sobre todo, con seriedad, claridad y firmeza en una alianza mestiza cada vez más amplia.

    El indio, esa figura colonial creada para justificar la imposición de creencias y prácticas sociales de dominación y vasallaje, ha logrado sobrevivir a los cambios políticos y económicos que el país, la región y el mundo han experimentado en los últimos 300 años. La conquista fue sangrienta, repleta de engaños y traiciones. Los conquistadores solo querían oro, y sus sucesores (no necesariamente descendientes), mano de obra servil y semiesclava que les produjera rentas. Los rebeldes e indómitos líderes fueron sacrificados, vapuleados y mostrados como trofeos de conquista, como sucedió con el indómito Kanek, señor de los itzaes, en 1699.

    El indio es el indígena vencido y humillado que durante estos siglos ha servido de sostén y escalera para enriquecimiento y beneficio de las élites, que, acostumbradas a mandar y no hacer, han desarrollado prácticas económicas de despojo, explotación y ultraje. Arrasada su rebeldía, se los sumió en la humillación y el desprecio. Convertidos en siervos, se les negó la igualdad y se convenció a su descendencia, con palabras dulces y zalameras, de que ese era su destino.

    Mediante la imposición de creencias y visiones de mundo, mañosamente imbricadas con las indígenas, el coraje, la decisión y el espíritu independiente han sido transformados en silencio, tristeza y desconfianza. La violencia y la ambición hispanas vinieron a imponer la ilusión de una próspera eternidad a cambio de la humillación terrena. Uso de vestuarios de la época, agrupación en pueblos, formas de gestión elitizadas y trabajo forzado se transformaron, con el paso del tiempo, en prácticas cotidianas cuya posibilidad de cuestionar fue negada por la ideología impuesta. Cristianizados, su crucifixión se hace necesaria para redimir al poderoso.

    Pero los tiempos finalmente están cambiando. La aún escasa pero masiva escolarización, aunada a las propias necesidades del capital, han hecho que mujeres y hombres indígenas prefieran laborar en pequeñas empresas, talleres o maquilas, o incluso huir a Estados Unidos, antes que esclavizarse en el servicio doméstico o en la servidumbre agrícola. Inconscientemente y por necesidad asumen la identidad de obrero, de trabajador, y descubren así que lo indio es un lastre impuesto como cadena invisible para mantenerlos atados al patrón y a la miseria.

    Las relaciones capitalistas son mucho más liberadoras que las esclavistas y serviles, pues los capitalistas tampoco necesitan ya indios para cargar y explotar temporalmente en el agro, sino trabajadores que, indígenas asumidos, si bien negociarán sus salarios y condiciones de vida y reivindicarán, si les place, el derecho a creer y vestirse como sus ancestros colonizados, tengan habilidades y destrezas necesarias para esta fase del desarrollo industrial. Ciertamente son otras formas de explotación, pero con posibilidades de liberación que, dependiendo de cómo lo hagamos, no necesariamente deberán ser violentas.

    El proceso es aún lento, como lento y casi imperceptible es el proceso de democratización de la sociedad guatemalteca, pero, por lo que se ve, parece ser irreversible. La intolerancia al racismo comienza a hacernos conscientes de esa explotación y de ese pasado, de modo que nos permite vislumbrar un país de todos y para todos.

    En las últimas fechas, el bullicio y la presión sobre las formas veladas, sutiles y edulcoradas de racismo son muestra clara de ese desaparecer del indio y del surgimiento de los indígenas, quienes, envueltos ahora en la categoría de mayas, se descubren como actores de su propio destino. Aún tendrán que librarse intensas batallas ideológicas y conceptuales para descolonizar prácticas y creencias que podrían llegar a ser dolorosas y traumáticas, como asumir que la salvación eterna no es más que un engaño para imponer la pasividad y la obediencia. Sin embargo, ya no serán tan cruciales como el hecho de que los distintos grupos mestizos acepten que los indígenas son parte indisoluble, y en igualdad de condiciones, de nuestro ser como nación y sociedad.

    Quedan, evidentemente, actores oportunistas que medran a costa de estos conflictos y luchas, que se proclaman defensores cuando en realidad son bombarderos de humos que empañan y desvían las demandas y disputas de sus principales objetivos. Los funcionarios de la Comisión Presidencial contra la Discriminación y el Racismo (Codisra) son ejemplo claro, pues, diciéndose combatientes del racismo, no han escrito una letra, mucho menos una demanda, contra la difusión por los canales de televisión abierta de las más que racistas minicomedias del actual presidente de la república. Ni un solo gesto de disculpa al respecto hemos tenido del flamante presidente, jefe superior de los de la Codisra, posiblemente porque, como le sucede con la corrupción, el racismo es para él una cuestión normal y vigente.

    Mestizos e indígenas (también estos últimos con fuertes dosis de mestizaje) tenemos la responsabilidad de construir un país diferente, donde el indio no sea más que un mal recuerdo, una etapa larga y dolorosa de nuestra historia, donde el racismo ¡ni de chiste! sea una forma de relacionarnos.