El papa León X quería construir la basílica de San Pedro y para hacerlo necesitaba dinero. En el afán de financiar su empresa propuso las indulgencias. Fue el dominico Johann Tetzel, «subido a una mula torda» (escribe Pérez de Antón), el encargado de comandar esta cruzada.
«Tan pronto caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela». Con esta frase persuadía el dominico a sus feligreses de que le entregaran sus monedas. El argumento era bastante convincente. La confesión absuelve los pecados, pero el pecador no queda limpio de ellos. Es imprescindible el sufrimiento físico del pecador para que quede libre de impurezas. «Los pecados no se perdonan con un ego te absolvo, tres salves y un padrenuestro», escribe Francisco en su novela. «El perdón definitivo, la limpieza total del alma, exigencia imprescindible para entrar al Paraíso, se alcanza solo después de pasar una temporada en el Purgatorio. Y librarse de él cuesta dinero», dice el dominico alemán en la voz del escritor.
Las indulgencias son las coimas que pagas en la tierra para entrar al paraíso sin purgar los pecados. Se salvan solo los que pueden pagarlas.
Este principio tan cristiano de pagar para limpiar el alma es el mismo que se siguió y se sigue en los negocios.
En Guatemala, muchos empresarios aprendieron a pagar indulgencias para limpiar sus pecadillos. Si querían evadir la justicia, bastaba un puñado de monedas para quedar absueltos y sin cargos. ¡Para qué pagar impuestos si con una indulgencia en efectivo podían comprar al funcionario y pasar como si nada! Sabían que en las campañas electorales bastaba con tirar unos billetes en el canasto de uno y otro partido para asegurarse favores y contratos jugosos después, cuando ese partido ganara. Facturas falsas, empresas de cartón, coimas, tráfico de influencias, sobornos: todas eran prácticas cotidianas que nadie cuestionaba y que todos aplicaban como algo normal. El tilín tilín de las monedas era la nota que todos querían oír y la única que tocaban los empresarios para entrar al paraíso empresarial.
Sin embargo, esta práctica, al igual que las indulgencias del siglo XVI, debía llegar a su fin. Era ilegítima e injusta en todos los sentidos. Las reglas del juego debían cambiar. Esta es la etapa que estamos viviendo ahora. Las cárceles están abarrotadas de empresarios y políticos que se han beneficiado de este modelo de hacer negocios que le quita recursos al Estado, que beneficia a unos cuantos.
Ha llegado el momento de terminar con las indulgencias fiscales. Todos debemos entender que es posible hacer negocios en el marco de la ley. Los que pecaron en el pasado tendrán que purgar por sus pecados, y el resto tendrá que aprender a hacer negocios con las nuevas reglas.
Hay quienes dicen que estamos en un punto de quiebre, que ya no hay retorno. Sin embargo, solo los ríos no se regresan. Todo lo demás puede hacerlo. Se avecinan momentos decisivos. Nuestra institucionalidad aún pende de un hilo. Funciona al ritmo del jerarca que preside.
Los ciudadanos somos la garantía de que los cambios que se están dando permanezcan y se consoliden. Confío en que esta ciudadanía se ha estado curtiendo desde el 2015 y sabrá dar la talla. Se avecinan días difíciles y turbulentos. Como dijo Fernando Carrera en su columna de esta semana, el terremoto ya pasó, pero vienen las réplicas. Debemos ser vigilantes de la elección del próximo o la próxima fiscal general del Ministerio Público y estar aún más atentos a las elecciones del 2019.