El militar que los sectores más conservadores y oportunistas de la élite económica del país vendieron a las clases medias como el salvador de la patria ha demostrado por enésima vez su tendencia a la improvisación y al desorden en el ejercicio del poder. Sin una estrategia clara y seria para enfrentar los problemas acuciantes de la vida económica y social del país, desde el momento de su llegada al poder hasta el día de hoy, la improvisación revestida con ropajes de autoritarismo ha sido la identidad de su gobierno.
Posiblemente creyendo —él y sus asesores de imagen— que era lo mismo presentar frases de efecto que tener un programa de gobierno, los problemas de seguridad, pobreza, desempleo, salud y educación se enfrentaron con improvisadas aplicaciones de las frases simplistas que lo promovieron en la campaña electoral. A los programas sociales, en aras del clientelismo y del beneficio personal de los aliados, se les eliminaron las formas estrictas y públicas de control de las corresponsabilidades. A la delincuencia común se la quiso enfrentar poniendo soldados en la calle, con lo que simplemente se desvirtuaron las funciones del Ejército sin que las extorsiones y los asesinatos de conductores de autobuses y de pequeños comerciantes pudieran ser detenidos. Al desempleo estructural se lo intentó paliar con la reducción de los salarios mínimos y promoviendo depredadoras maquiladoras que, como en todos los casos, favorecían de manera directa y descarada a los funcionarios vinculados directamente con las decisiones.
Llegados a la ejecución del presupuesto, como lo que importaba era simplemente gastar, todas las compras se hicieron a través del régimen de excepción, para lo cual se inventaban justificaciones de las más estrafalarias para permitir gastos millonarios sin mayor control. No puede ahora el gobernante, en consecuencia, simplemente salir a decir que son sus ministros, en solitario, quienes tienen que enfrentar los señalamientos de compras sobrevaloradas o inútiles cuando fue él, con su firma y sello, quien aprobó todos los acuerdos gubernativos en los que se autorizaron tales procesos.
Se ha querido mostrar el retiro de los distintos funcionarios como que, ahora sí, el presidente ha tomado las riendas del Gobierno destituyendo bravuconamente a aquellos y aquellas cuyas actuaciones solo días antes defendía efusiva y totalmente. Del agua milagrosa para el lago de Amatitlán a las carísimas e inoperantes cámaras de control que se trajeron al piso al ministro de Gobernación, el general presidente no solo autorizó los recursos, sino que estuvo al tanto de los opacos y silenciosos procesos. Si los ministros son responsables, tanto y más lo es el jefe del Ejecutivo, pues ni siquiera puede justificar ignorancia, ya que públicamente salió en defensa de esos y todos los contratos anómalos de sus subordinados.
Evidentemente, los últimos días lo han tenido ocupado en el ineficaz intento de salvar su mandato, lo que no justifica que, de nueva cuenta, se muestre errático y desordenado en la toma de decisiones. Si de exonerar a ministros que tienen cuestionadas sus ejecuciones se trata, nada explica por qué no fueron aceptadas las supuestas renuncias de los ministros de Desarrollo y Salud, cuando las comisiones pesquisidoras del Congreso, los días 13 y 21 de mayo respectivamente, aprobaron trasladar al pleno, para su aprobación, el retiro de la inmunidad de ambos a fin de que el Ministerio Público pudiera investigarlos y juez competente juzgarlos. Los despidos a cuentagotas más parecen responder a su resistencia, que raya en lo atávico, a aceptar que él es el principal responsable y posible beneficiario de la descarada corrupción que se instaló en los distintas instituciones del Estado.
Si la ministra de Medio Ambiente es totalmente responsable de la desastrosa compra de la supuesta agua milagrosa, también lo es el ministro de Desarrollo de la adquisición de la maquinaria pesada supuestamente sobrefacturada. En ambos casos, insistimos, el presidente autorizó los procedimientos acelerados de compra y supo exactamente lo que sus ministros estaban haciendo. Por acción u omisión, si su subalterno es responsable, él tiene tanta o más responsabilidad en todos los casos.
Pero tal parece que, aferrado con las uñas a las ya carcomidas tablas de salvación que le ofrecieron los sectores de la élite económica que aún lo apoyan, destituye y desplaza solo a aquellos que estos o algún otro agente externo le exigen destituir y desplazar. Solo así es posible explicar que hiciera público, con lujo de imágenes y de voces, el despido de la cónsul general en Florida, Estados Unidos, cuando es sabido que, así como ella, hay varios funcionarios en el servicio exterior que obtuvieron el puesto por compadrazgo con él o con su hasta hace poco cogobernante, de modo que recibieron el puesto como pagos o granjerías, y no por su demostrada y calificada capacidad.
La evasión fiscal que sus oscuras empresas realizaron al declarar la compra de grandes extensiones de terreno es simplemente una muestra más del conjunto de actos que, sancionables en cualquier ciudadano, son inadmisibles en un jefe de Estado y de los que él es responsable y también debe dar cuenta.
Al general presidente el tiempo se le ha agotado. Lo que ahora hace con lujo de voz y taconeo debió suceder hace meses, cuando era posible reorientar los rumbos de su mandato. Ahora lo que le resta es aceptar no solo que fue inútil en el ejercicio del poder, sino que, además, se sirvió del cargo en su particular y personal beneficio.