Verdades secretas

Autor: David Martínez-Amador david@plazapublica.com

«ο οποίος σκεφτεί οι αλήθειες αυτές ότι σιωπή», rezaba, según la historia, la frase a la entrada de una de las tantas sociedades iniciáticas griegas. Y no es para menos. En el mundo antiguo, el saber, la búsqueda de la episteme, no tenía un carácter democrático, sino uno exclusivista.

Fue así en la Academia y en el Liceo. Era también así entre los discípulos del gran Gamaliel, a cuyos pies Saulo de Tarso gustaba de ponerse para oír sus palabras (porque asumo que sentado en su regazo habría sido un poco incómodo). La secta judía de los esenios y los tantos cultos iniciáticos romanos impregnaron este carácter en el primitivo mundo cristiano.

Se dice en el Evangelio de Felipe que los cristianos «tontos» esperan la resurrección de la carne en un acto posterior, luego de morir. Para la mayoría de cristianos primitivos, embebidos en el mundo de las prácticas helenorromanas, el concepto de resurrección significa simplemente la adquisición de un estadio mayor de conciencia y sabidurías reveladas en el período de vida terrenal. No fue sino hasta el advenimiento de los posteriores concilios que los grupos cristianos dejaron ese carácter semejante a logias o sociedades secretas. De ahí la sanción que leemos en los primeros seis capítulos del Apocalipsis hacia las prácticas equivocadas de la mayoría de las iglesias de Asia Menor, entre las cuales destacaba el castigo a los nicolaítas, a quienes el buen Señor vomitará de su boca. Pero no solamente el mundo antiguo estuvo fascinado con las sociedades iniciáticas (las cuales plagaban el Mediterráneo y el norte de África). También la Francia ilustrada, las colonias británicas en América y la Inglaterra victoriana, cada una con sus características particulares, sucumbieron a la fascinación de las sociedades secretas y los saberes revelados. Como muestra de ello, no había universidad en la cual no se tuviera presencia de masones o simplemente de fraternidades griegas.

Pero, aunque el de hoy sea un mundo light, aún subsisten situaciones en las cuales es importante la noción del conocimiento iniciático. El cristiano moderno no puede entender, si no es con repetidos actos de contemplación, el sentido de los rituales, los sonidos, los olores y las formas de su fe. Para ello requiere un mentor. Para ello requiere presenciar hechos externos que se impregnan en su mente. Lo mismo se puede decir de los practicantes de la masonería, la brujería o el vampirismo, de los rosacruces o de cualquier grupo que gire en torno a saberes revelados en los que la conexión con el cuerpo, la mente y los sentidos es primariamente vital antes de poder articular una forma de episteme.

Y la universidad no debería estar exenta de esto. En esencia, la vida universitaria no debería limitarse a la reproducción ortodoxa de los cánones clásicos (lo cual ya sería un avance). La universidad debe lograr en el estudiante la experiencia maravillosa del descubrimiento a nuevas formas de leer los tiempos. Y para entender el futuro hay que comprender el pasado, con lo cual, a la manera de la magdalena de Proust, es necesaria la vivencia de experiencias conectadas con el mundo antiguo: la academia tiene que rescatar la enseñanza en la forma de la oratoria, la ética, la estética, la belleza, la verdad, la erótica y la religión de los antiguos para poder entender este mundo moderno, tan poco original. Solo con el conocimiento de las formas antiguas puede el neófito estar listo para la experiencia sublime del descubrimiento de lo nuevo.

¿Por qué las antiguas fraternidades pedían voto de silencio por las verdades reveladas? Porque estas pueden cambiar el mundo.

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