¿Posmodernidades chapinas? (Alegría existencial)

Autor: Amílcar Dávila amilcar@plazapublica.com

Intempestiva comunicación o recuerdo en medio de tantas tormentas. Recogimiento a, o entrampamiento en lo que no sin razón llamamos esencial.

Rodolfo:

Esta, por supuesto, no habrá llegado a ser nunca una carta. No tanto, ya lo habrá notado, porque no llegue a leerla, sino quizás en buena parte precisamente por ello. (“Precisamente”, extraña palabra, ¿no le parece? Peor aquí en que aparece, contraviniendo el buen sentido, introducida por una conjetura justo en el punto en que se intenta hablar en futuro anterior (¿qué futuro no lo es?), en que se hace una cierta predicción del porvenir —y ya se sabe lo incierto, indecible o impreciso, precisamente, que resulta siempre hablar de esas cosas, hoy en día más que antes, dicen.) Cuando la reciba, editada y publicada, y la vuelva a leer, se dará cuenta de que la ha leído desde siempre y se percatará de cuán no carta es esta carta que no le llegará en sobre a su casa y que no verá en papel —cosas de la posmodernidad, como dicen, a menudo apresuradamente.

Tampoco es una carta abierta, como les llaman. Ni es su carácter público el que explica el hecho de su “inepistolaridad”, como la llamarían los filósofos (ya se sabe lo altisonantes, disonantes y cacofónicos que pueden ser, que somos, Rodolfo, los filósofos «profesionales», los dizque filósofos, pero sobre todo los aprendices de filosofía). Por una parte, ¿qué realidad, por muy irreal, ignorada o irrelevante que sea, no es pública, aunque sea en el sentido restringido de no ser completamente propia, con sello y garantía peculiar de origen y destino? Por la otra, en un futuro —siempre anterior— nos habremos venido dando cuenta de que en nuestras comunicaciones, epistolares o no, no nos hemos comunicado nada más que una cierta alegría por la mera existencia de los amigos amados. (Somos varios, ¿no Rodolfo?, no solo usted y yo; varios usted, varios yo también.)

—Alegría por la mera existencia de los amados —extraña frase, ¿no le parece? Es un giro de una que me he encontrado un par de veces en Heidegger. (¿Deberé haber escrito, aunque sea inapropiado, Kehre, giro, viraje, vuelta, revuelta, como se estila cuando aparecen estas metonimias que nada extrañarán en una (no-)carta en que se alude a una supuesta condición posmoderna?) ¿No le parece extraña la alusión a la mera existencia? Más allá de la presencia, la existencia, la mera, sola existencia —que también habita ausencias.

Lo compruebo: me alegra, Rodolfo, su mera existencia. No: verlo, haberlo visto o escucharlo, o haber recibido su ayuda innumerables veces. Todo esto no me alegra sino me gratifica (a veces no tanto, la verdad: recuerde nuestras estridentemente agrias discusiones, sobre todo las dizque filosóficas, que han llegado hasta los puños…), me endeuda, me recuerda una inagotable bondad en el mundo, sin embargo tan oculta.

El mero hecho de que haya Rodolfo —eso alegra. ¿Es tal cosa un hecho, algo singular realizado una vez y para siempre? ¿No será más bien algo, alguien, que ha sido y está siendo y haciendo? ¿Y ese alguien no habrá sido también siempre “sus” circunstancias, el entorno entero, que incluye todos o varios de nuestros yos y nuestros nosotros?

Lo compruebo: alegra la existencia, incluso en medio de un dolor como vendaval crónico, que haya habido amigo amado. A pesar de la última imagen de Manzo en el ataúd, que compartimos usted, Grajedita y yo, hay otra más poderosa y estable. Viene de una foto de una de las reuniones de promo: aparece como tantas veces, como era, serio, sereno, contenido, en control de sí y la circunstancia, aunque con una sonrisa lista a darse, reactiva, también contenida, pero no por ello menos generosa y genuina. Con una cerveza en la mano, que solía tomar con elegancia relajada, con la seguridad de que vendrán muchas más (muchas, muchísimas y, ay… ya no…) y él apenas se descompondrá, quizá se dormirá un ratito en la silla de atrás, o en el sofá de Nacho, o en el de la casa de Carlo, luego de que nos dio mucho frío afuera (claro, a las 4 de la mañana), o en mi carro, parqueados de perdida en el parqueo del colegio (ahora amurallado, como tanto en este país parapetado), escuchando “Los mareados”, versión Meches, o cantando a viva voz (terriblemente destemplada, pero aún así firme, segura) “vamos decíme, contáme todo lo que a vos te está pasando ahora”, luego de una noche más de farra. Con su mirada de escucha atenta, analítica, tratando de captar y ser objetivo, fiel de la balanza en alguna de esa batallas explosivas del Amílcar con Grajeda, con Rodolfo o con Nacho, sopesando, deliberando en voz alta a media voz, mediando y conciliando, sin exaltaciones ni barroquismos, sin jaculatorias o hipérboles; para al final derivar la conclusión lógica, que lógicamente ya los energúmenos no escuchábamos por haber pasado a otra cosa o por haber sucumbido ya completamente, nosotros sí, a la borrachera.

Alegría en medio de la ausencia y por el recuerdo del amigo centrado, centro de gravedad, presión atmosférica, control del clima y garante de las cosas en su lugar… ¡Cómo andan desencajadas las cosas ahora que el centro se vació!  Como en el poema de Auden sobre la nueva inutilidad del Sol, la Luna, las estrellas, el reloj, luego de la muerte de quien fuera sus puntos cardinales y el descanso del domingo (ay, Grajedita), cómo se desgaja la esfera celestial sin el trazo de la esfera, ni la fuerza centrífuga del tono de su voz grave, gravitacional, que no severa, ni autoritaria, sino estabilizante, decisoria; cómo se desgajan las paredes de un templo que creímos de amistad imperecedera, divina… Nada de divino en él ni en ninguno de nosotros, o por lo menos nada de inmortal, obviamente… ay, obviamente… Y a pesar de todo, del pesar, sin pesar…

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