Opinionismo: ¿se vale todo, todo?

Autor: Mónica Mazariegos monica.mazariegos@plazapublica.com.gt

Desde hace un par de semanas, cuando Jacques Seidner publicó el artículo en el que escribe, entre otras cosas, que si la mujer no agrediera a su hombre verbal e inoportunamente —aunque ella tenga la razón para estar enojada— habría menos mujeres aporreadas, se ha vertido una serie de opiniones que reviven el viejo debate sobre la libertad de expresión y sus límites en los medios de comunicación.

Algunas personas pidieron a elperiódico por medio del blog y de alguna columna que retirara a Seidner del medio, ya que la propagación que hace de ideas misóginas en esta sociedad violenta no tiene más efecto que el de multiplicar y fortalecer la violencia contra las mujeres. Hubo otras voces que apelaron a la libertad de expresión y a que no se puede “cortar cabezas” sometiendo la opinión de los columnistas, por muy repugnante que sea, a determinados criterios editoriales.

A mí me parece que este debate, abierto nuevamente a partir de entonces, debe nutrirse públicamente. Por eso me gustaría en esta columna abonar a los argumentos ya presentados por Vivian (Guzmán) y Alejandro (Flores) en este medio, ventilando en concreto un asunto que me interesa resaltar en esta polémica: la defensa ilimitada de la libertad de expresión y la actitud del medio de comunicación (elperiódico) ante la tensión generada.

La libertad de expresión se ha llegado a considerar como una especie de columna vertebral de los sistemas democráticos, en tanto la censura ha ido generalmente de la mano de una tradición autoritaria y represiva (argumentando por ejemplo, razones de seguridad nacional en tiempos de la lucha contra el comunismo, o siguiendo criterios de conservadurismo religioso). Por eso ha sido tradicionalmente de las libertades fundamentales más defendidas de interferencias de terceros. 

A partir de la jurisprudencia en la resolución de casos de tensión entre la libertad de expresión y otros derechos, hay dos tradiciones emblemáticas para representar las diversas rutas y actitudes éticas para afrontar en distintas sociedades los dilemas vinculados a la libertad de expresión: una es la tradición estadounidense, del libre mercado de las ideas, que defiende básicamente que la corrección de una idea deviene de ponerla “a competir” con otras en un debate abierto. Esto presupone que se den suficientes canales de comunicación, un debate verdaderamente abierto y neutralidad del Estado en cuanto a los discursos en la vida pública. Aunque esta posición es contraria a los autoritarismos y paternalismos, se le plantea como crítica principal la duda de la posibilidad de neutralidad en los debates, ante la evidente existencia de discursos hegemónicos y poderes de facto detrás de los medios. Esta es la posición de llevar la libertad de expresión a sus últimas consecuencias.

La otra es la tradición alemana desde la segunda postguerra mundial, denominada de la democracia militante, y que pone a la dignidad humana como límite a la libertad de expresión. Para esta tradición, la dignidad humana prevalece en los casos en que el lenguaje del odio (el lenguaje que denigra y atenta contra la dignidad de los que se considera diferentes, generalmente los grupos discriminados) represente un peligro de trascender del lenguaje a los hechos. Esta tradición apela a ponderar en cada caso, según el contexto y la situación, qué valor debería priorizarse para no causar un mal mayor en aras de la libertad de expresión. En este caso, la democracia se “blinda” ante cualquier brote antidemocrático interno, suponiendo esto, a su vez, la crítica hacia la paradoja de censurar la expresión de lo que se considera “anti-sistema”. Desde esta posición, se justificaría el poner límites a la libertad de expresión a partir de ciertos criterios editoriales que serían los puntos de partida para el debate público.

En Guatemala ha prevalecido el criterio de la defensa sin censura de la libertad de expresión, tal como hemos visto en el pasado y en este caso que traigo a colación. A partir de lo anterior, quiero lanzar al debate algunas consideraciones:

En primer lugar, me parece que la defensa apasionada de la libertad de expresión no debe hacerse “en abstracto”. Sacar de contexto los debates puede ser sospechoso, cuando no peligroso. Para hablar de libertades, debemos situarnos en esta realidad concreta: por un lado, hablamos de un país que ha llegado a normalizar la violencia, al punto de convivir indiferentemente con cuerpos descuartizados de mujeres en las calles, así como con la violencia física y psicológica cotidiana. Por otro lado, hablamos de un medio de comunicación que ha mostrado un compromiso con el liberalismo democrático en las ideas que promueve en su línea editorial, pero que no se reservó la publicación de un texto que justifica prácticas atentatorias contra la vida y la dignidad humana, ni manifestó una distancia crítica al respecto.

En segundo lugar, desde mi punto de vista, las palabras de Seidner  justifican e incitan al tratamiento desigual y violento y al fortalecimiento de un patrón ya establecido, socialmente enajenante para las mujeres. Aunque defiendo la libertad de expresión y considero que debe promoverse, creo que cuando se vive en un contexto como el nuestro, abonado por este tipo de sandeces, deberíamos preocuparnos con la misma pasión por defender la libertad de pensamiento y opinión y las condiciones que la posibilitan. Si la formación de seres pensantes y moralmente autónomos no es tarea exclusiva de los medios de comunicación, no podemos negar que éstos tienen una enorme responsabilidad en ello, al ser la primera y a veces única fuente de información para el grueso de la población que no tiene acceso a medios alternativos, por lo general disponibles en internet.  Si se opta por la actitud ética de permitir sin censura opiniones como la Seidner (actitud que implica permitir en iguales condiciones la publicación de otros textos que hagan apología de otros asuntos especialmente sensibles en esta sociedad, como la pedofilia o el genocidio, por ejemplo) en lugar de ponderar lo que se publica o no, debería entonces llevarse esa actitud ética a sus últimas consecuencias: ensanchando los canales de discusión, dejando de aplicar dobles raseros al censurar en el blog ciertas críticas que cuestionan las ideas expresadas en las columnas de opinión, ventilando esta complejidad como parte de su línea editorial e informativa y compensando las posiciones hegemónicas con la apertura al debate a propósito del incidente, en lugar de guardar silencio.

Como en este caso no hablamos de conflictos hipotéticos o en abstracto, ni la columna aludida se trata de un asunto de corrección política, sino del apoyo abierto a un discurso dominante que utiliza el lenguaje escrito como canal promotor de la violencia, los medios de comunicación deben tener presente el compromiso y asumir las implicaciones de la defensa del “todo vale” en la libertad de expresión, en este contexto tan particular, y pensar en maneras que abran espacio a más voces disidentes. Se trata de promover la construcción de un discurso público robusto e íntegro, que asegure que el público lea todo lo que debe leer. Si elperiódico tiene claro que el discurso misógino se oxigena a partir de posiciones retrógradas y simplistas, que leen la realidad en blanco y negro y no dan materia prima para formarse un criterio propio, que cumpla entonces la parte que le toca: que fomente la libertad de expresión, a partir de promover la previa e imprescindible libertad de pensamiento en serio, de aquellos en quienes impacta como formador de opinión. Hay que ensanchar el debate, en lugar de facilitar las asimetrías de información. Yo creo que si no se pondera lo que se publica, debería ponderarse al menos los efectos del opinionismo vacío. Preguntarse qué columnistas abonan realmente a la calidad del debate con discurso y argumentos.

Los medios de comunicación tienen (son) un poder enorme que, en un Estado tan débil que no tiene escrutinio siquiera sobre sus propios representantes, está totalmente exento de la interpelación pública. Por esa misma debilidad, las soluciones dadas y discutidas, a lo mejor no serán jurídicas sino deontológicas. Así, si elperiódico tiene un compromiso con la democracia liberal, sin límites al libre-expresionismo, debería recordar la doble complejidad y responsabilidad que eso conlleva: es medio de comunicación, no sólo de expresión; importa no sólo el emisor (el columnista que se quiere expresar), también importamos los receptores, los lectores, que merecemos opiniones y análisis que abonen a un debate público sólido y argumentativo. 

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