Morir lejos
“¿Por qué volvió?”, le pregunté. “Porque allá la vida es dura. Y porque no quiero morir lejos”, me respondió.
Demasiado temprano para estar despierta, para despedirme. Me pone de mal humor que, en los controles de salida del aeropuerto, me quiten una liga para hacer ejercicio, que a última hora había metido en la maleta de mano, con todo el optimismo de utilizarla. Les digo a los inspectores, sarcásticamente, que tienen toda la razón, que no vaya a ser que con esa liga ahorque yo al piloto del avión o a algún inocente pasajero. Uno de los agentes se ríe (a lo mejor de la caricatura que pudo haber imaginado) y me responde: “No, seño, usted no tiene cara de matona. Es por su seguridad, nomás”. Me resigno a despedirme de mi liga, en fin, y pienso que mi lío no es con él.
La espera en Miami es una eternidad. La más larga fila de gente que he visto en controles aeroportuarios de salida —ah, Osama— entre revisiones lentas y minuciosas. Mucha hambre y tedio, apaciguados afortunadamente por un libro que un gran amigo me regaló antes de salir. Muy buena compañía ese regalo, que leí hasta la mitad en ese lapso interminable.
Ya en el avión, mi compañero de vuelo —un estadounidense muy amable— se presenta y entabla conversación inmediatamente. “Lo que me faltaba —pienso, refunfuñando— justo cuando creía que iba a poder dormir tranquilamente”. Pero el hombre me resulta muy simpático y hago un esfuerzo por seguir la conversación. Entre otras cosas, me pregunta si me quedaré a vivir fuera de Guatemala cuando termine mis estudios. Le respondo parcamente que no es mi plan. Entonces arquea las cejas y abre más de la cuenta sus enormes ojos azules, sorprendido. Se queda callado por un rato; luego reflexiona: “Bueno… debe ser diferente ver el mundo desde tu perspectiva. Para ti, que no pasas hambre, no es necesario salir de Guatemala, a menos que sintieras miedo de vivir ahí”. No respondo nada.
Me quedo pensando en la dificultad de explicar (y también de entender) esa suerte de masoquismo que se encierra en la decisión de vivir en Guatemala. Ese síndrome compartido con muchos amigos latinoamericanos estudiando afuera, con el plan de volver. Pienso, por otro lado, en las mil y una razones de todos aquellos que parten. En los cientos de migrantes moviéndose a diario por el mundo. Intento imaginar los motivos que podría tener, precisamente este gringo platicador que acabo de conocer, para salir forzosamente de su tierra. Y entonces recuerdo a Carlos, el guatemalteco que conocí este fin de semana, quien está de vuelta en el país, por vez primera, tras una larga ausencia de 37 años viviendo en Estados Unidos. “¿Por qué volvió?”, le pregunté. “Porque allá la vida es dura. Y porque no quiero morir lejos”, me respondió.
Termino la ruta pensando en el tiempo asfixiado en las colas de los aeropuertos. En lo artificial de las fronteras y lo accidental de la nacionalidad que nos estampan al nacer. En lo absurdo del estatus que eso nos otorga para caminar por el mundo. Y en la (más bien, dirigida) selección al azar que, al llegar al aeropuerto de Barajas, me reúne “casualmente” con otros tres latinoamericanos en el puesto de inspección de equipajes. “Qué bien que aquellos agentes me quitaron el arma mortal al salir de Guate”, pienso con sarcasmo. Y me guiño el ojo a mí misma, carajo, para no gruñir de nuevo. “Es usted estudiante”, me dice el inspector, viendo de reojo mis libros dentro de la maleta. “Bienvenida, entonces”.