A 213, 5 Km de Managua y a 83,5 Km de Matagalpa, se encuentra Rancho Grande. Un pueblo pequeño, lejano, rodeado por altas montañas. Hace 15 años, llegué allí porque era parte del equipo que dirigía un Laboratorio Organizacional. Convivimos en el mismo espacio físico más de 40 personas, entre los miembros de varias cooperativas y el equipo técnico.
Como era de esperar, habían más hombres que mujeres, más viejos que jóvenes, y más sandinistas que contras. Campesinos todos.
Una tarde, entre el café y la tortilla, los varones me comentaron, con ingenuidad, que ellos le pegaban a sus esposas porque era su deber educarlas. Me decían, que cuando la mujer sale de la casa paterna para casarse, muchas veces, el padre no ha terminado con la educación de sus hijas. Por tanto, me insistían, ellos tenían que terminar esa labor inconclusa. Sin darme chance para la duda, me aclararon que esa laboriosa tarea de educación implicaba golpes. Les pegaban porque las querían. Es que sólo así entienden, decían sin malicia, ellas son como los animalitos.
Mi primera reacción fue sostenerme la quijada para que no se me saliera la tortilla, pero después, sin pensarlo mucho les di la razón, les conté que en Costa Rica sucedía lo mismo, pero con la salvedad de que éramos las mujeres las que teníamos que terminar de educar a los hombres. Ellos llegan a nosotras inconclusos, entonces nosotras, con garrote en mano, los terminamos de enderezar. -Así le tocó a mi esposo, y así les toca a todos los mariachis en mi tierra-, les dije impávida.
Aquellos campesinos casi se caen de espalda. Les parecía inaudito que a los hombres se les golpeara para educarlos. Podía adivinar sus pensamientos con acento nicaragüense: “Con qué razón dicen que los ticos son maricas, pue”, o mejor aún, “Es que esas ticas son de cuidao”. Como sea, nunca les aclaré nada más, y ellos jamás me volvieron a tratar el tema. Fin de la historia en Rancho Grande.
Lo que es bueno para la gansa es bueno para el ganso, diría mi madre. Sin embargo, el propósito aquí no es enardecer a las mujeres, ni buscar la venganza colectiva.
La violencia contra la mujer es cosa de todos los días, y traspasa clases sociales, origen étnico e incluso, nivel educativo. Quizás por eso nos hemos acostumbrado a verlo como “normal”.
No es casualidad que los familiares de Cristina Siekavizza cuenten ahora que su marido era agresivo y machista, pero… En su momento, ¿por qué no hicieron algo al respecto? Estoy segura que el maltrato del esposo les parecía que era más o menos aceptable (más de lo mismo, sólo que con algunos matices). Aún no se sabe con certeza si él es el responsable de su muerte, pero ¿por qué se tuvo que llegar hasta este punto para hacer algo? ¿Por qué no se denunció desde antes las agresiones verbales o físicas? ¿Por qué no se habló con Cristina para buscar una salida? ¿Por qué se le dejó sola?
No aceptemos que se violen nuestros derechos. No es “normal”. Cada vez que vea que se nos excluye, levante la voz y exija. Cada vez que vea a una familiar, amiga o conocida que es agredida, ofrézcale una mano, una salida. Acuerpémonos como si fuéramos un solo ser. Juntas no nos pueden callar.
Más bien, el reto es para los varones, incitarlos a que por un segundo, se pongan en los zapatos de estas mujeres. De las mujeres cerca suyo, de sus madres, de sus esposas, compañeras de trabajo, y un largo etcétera…