Hace mucho fui un fanático aficionado del fútbol, especialmente cuando tenía el privilegio de ver las transmisiones deportivas con mi señor padre, quien vive con mucha intensidad cada partido de fútbol donde juegan sus equipos favoritos: de él aprendí a vivir la afición a equipos como Municipal en Guatemala, el Barcelona en España, y selecciones como Brasil y Argentina, aunque claro, yo no me desvivo por ninguno de estos equipos.
El martes recién pasado, decidí finalmente ver un partido completo de este mundial de fútbol, y esperaba, como todos, que iba a ser un duelo reñido entre Alemania y Brasil. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en pocos minutos, la otrora poderosa selección de Brasil fue aniquilada por una bien aceitada selección alemana. “Ésa no es la selección de Brasil que recuerdo”, pensé.
Las crónicas posteriores revelaron el secreto de la selección de Alemania: una dedicada preparación y análisis del juego de conjunto de su entrenador, Joachim Löw, quién inició su trabajo en el 2006, siguió desarrollando su trabajo bajo la sombra de la derrota en los torneos de la Eurocopa del 2008 y el Mundial del 2010, para finalmente arribar a una sólida selección que tiene muchas variantes en el 2014.
Los brasileños, muy al estilo latinoamericano, apostaron por el contrario por la improvisación, el talento individual y la conjunción de factores coyunturales como el apoyo del público por ser el equipo anfitrión. La pura improvisación y la individualidad contra la planificación y el juego de conjunto. El resultado es de todos conocido: una humillante derrota que no se había visto en más de 100 años.
Esta anécdota deportiva me hace recordar el modelo de desarrollo y la forma en que se articula el sistema político guatemalteco: sin visión de futuro, con altos grados de improvisación y sin una estrategia de largo plazo que nos permita superar los males crónicos que nos aquejan desde hace más de 100 años, y los cuales estamos condenados a repetir.
El cortoplacismo de nuestra sociedad nos hace vivir el día a día, lo que nos lleva a la disposición de creer en el político de turno que nos prometa más, que nos llene más de sueños o que nos diga más proyectos grandilocuentes, pero carentes de todo fundamento y capacidad de puesta en marcha.
El resultado, igual que le ocurrió a Brasil, es desastroso. La falta del la visión de futuro está a la vista: una sociedad estancada y altamente polarizada, una economía que no termina de despegar, y una institucionalidad pública que en vez de fortalecerse y tecnificarse, se desmorona y se debilita con cada llegada del nuevo gobierno. Por eso, sigo repitiendo que mientras no valoremos la planificación como instrumento de desarrollo, y por lo tanto, fortalezcamos las instituciones que cumplen papeles técnicos en la estructura institucional del Estado de Guatemala –como SEGEPLAN, INAP y ONSEC–, seguiremos condenados a repetir los mismos errores y los mismos problemas de siempre.