En el mundo de los nuevos ricos, la estética puede significar el salón de belleza o el establecimiento comercial donde es posible aplicar tintes al cabello o maquillar rostros para aparentar belleza. Asimismo, puede significar la clínica en la que por unos cuantos miles de dólares es posible no solo reducir abdomen, sino también modificar la nariz o la boca. Pero la estética, en su sentido más estricto, no es nada de eso. En filosofía es la reflexión sobre el sentido y las formas de acceder a lo bello. También puede ser entendida como la teoría del arte, desde la cual es posible reflexionar y entender el sentido de lo artístico y su relación con lo que es posible considerar bello o no.
Pero en este país, donde habitan algunos de los mayores millonarios de América Latina, donde se han impuesto salarios mínimos diferenciados según los intereses gananciosos de los comerciantes de la fuerza de trabajo, donde cualquiera con un supuesto negocio de brócolis, aguacates o champús puede resultar millonario de la noche a la mañana si desempeña función pública, los conceptos de belleza y arte han cambiado drásticamente.
Belleza y alto costo de los objetos comienzan a confundirse. Lucir y mostrar prendas y bienes costosos resulta ahora bello, y las expresiones más chocantes y desordenadas en la arquitectura y la plástica quieren ser, por su costo —y no por su calidad, coherencia creativa y originalidad—, valoradas como altas expresiones artísticas. Desde caballos pura sangre hasta pantalones de mezclilla importados, para los nuevos ricos lo caro es sinónimo de bello. Pesadas cadenas de oro con vistosos crucifijos acompañan, en el atuendo obligado de estos, a escuadras Pietro Beretta también bañadas en oro, todo expuesto a la admiración del vecino, pues lo importante es ostentar lo caro, que por ello se supone bello, y así amedrentar a quien no lo posee.
Lo original, lo auténtico tiene poco espacio en la sociedad de la narcoestética, pues lo que importa es parecerse en sus lujos y extravagancias a los también nuevos ricos de las consideradas metrópolis. Lejos quedaron los Recinos en la arquitectura y en la escultura. Ahora, vulgares imitaciones como la de The Awakening, de J. Seward Johnson, adornan plazas del más claro ejemplo del shucocó guatemalensis, con la mezcolanza de Cayalá como su más importante ejemplo, como bien calificó Darién Montañez en su blog a la nueva arquitectura guatemalteca. Lucir, presumir imitaciones es parte importante de la estética del nuevo rico, donde narcoemprendedores y políticos astutos se codean con comerciantes recién enriquecidos en negocios privilegiados con el Estado.
Pero la cuestión ha llegado a prácticas mercadológicas que rayan en lo lumpenesco. Con la intención de hacerse notar, aparentando ser chic, en la vitrina de la venta de ropa de los descendientes del magnífico artesano Saúl E. Méndez del centro comercial Miraflores, para el mes de diciembre vistieron un maniquí con pantalones de marca y botines supuestamente exclusivos pisando tres libros.
El narcovaquero —o político trapacero— que imita el maniquí que engalanó la vitrina nos entrega un claro mensaje: lo que importa es lo que ostentes, lo que muestres, lo que vistas, y no lo que pienses o creas. Es evidente que los diseñadores del aparador agradaron a los dueños de la tienda de ropa, y no puede uno sino concluir que unos y otros comparten plenamente los significados y los metalenguajes que su diseño ofrece: los libros apenas si sirven para pisarlos. Lo bello y lo hermoso es lo caro, no la producción literaria —artística o científica— producida con esmero y creatividad.
En la perspectiva de los diseñadores de aparadores y propietarios de los negocios, el pensamiento creativo no sirve sino para afianzar los pies sobre él y encima de él, porque lo que cuenta en la cultura que la tienda y sus promotores poseen y divulgan es, sin más ni menos, los valores que la narcocorruptocultura del país y la región viene imponiendo. La estética de mostrar lo caro se ha impuesto. Y ha llegado con cínico desparpajo a los centros comerciales.
Queda más que claro que, en un país donde las tiendas de ropa consideradas de alta costura se deleitan y promueven sus productos pisoteando la literatura, predominan el analfabetismo y el oscurantismo intelectual. El valor de las letras ha sido abiertamente pisoteado en una clara demostración de que el dinero, habido de cualquier manera, es lo que importa. Con él se compra el lujo para mostrarlo. Pensar, crear, escribir no merecen más que puntapiés, ser pisoteados en actos en los que, como el maniquí de la vitrina, expresen declarado desprecio por todo lo escrito.
El corolario es también claro y evidente: sin libros, sin literatura, el debate se suscitará en creencias, en tradiciones orales, en el chisme abierto y discreto ahora diseminado por las llamadas redes sociales. Concepciones del mundo y de la vida quedarán reducidas a los púlpitos y a la repetición constante y mentirosa. Sin literatura, nuestro pasado colonial puede esconderse y nuestra herencia africana ser negada.
En el aparador, en enero, el maniquí fue jubilado. No así los zapatos sobre los libros, en una clara demostración de que en la narcocultura guatemalteca pisar libros es chic. Y su principal divulgador, ¡quién lo diría!, resultan ser las tiendas de Saúl E. Méndez.