Que nuestra capacidad de crítica e indignación por la muerte de cualquier hombre o mujer, no dependa de cifras. Que venga pronto el día en que una muerte, una sola, despierte indignación por tal desprecio a la vida humana.
En varios momentos hemos balbuceado las palabras “Tercera Guerra Mundial”. Ya sea Corea del Norte, Irán, Rusia, Estados Unidos, etc., sean los países que sean, nuestras fronteras han temblado ante aquellos que tienen el poder de iniciarla y terminarla. Da escalofrío pensar que el siglo pasado fue testigo mudo de los horrores provocados por seres humanos como el que escribe, -y con todo respeto- como el que lee esta columna en su hogar o trabajo. Ver documentales de tales masacres y desprecio por la vida humana, parece que nos ha obligado a impedir por todos los medios que nunca más volvamos a enfrentarnos mundialmente. Van 14 años del siglo presente y parece que de milagro nos hemos salvado.
Usando la razón y aprendiendo de los errores históricos, las soluciones diplomáticas han sido efectivas pues las horas, días y meses invertidos en negociaciones han provocado que los responsables quiten el dedo del gatillo que libera el arsenal nuclear.
Me atrevo a formular que –posiblemente– en el pleno siglo XXI, como humanidad, hemos entendido que la solución diplomática debe evitar una nueva guerra mundial. Y pareciera que así ha sido. Ante las amenazas y demostraciones de fuerza de las potencias mundiales, únicas que puede desatar el tercer infierno mundial, la premisa ha sido no enfrentarnos nuevamente. Por lo tanto, estamos seguros de que los negociadores han aprendido a dejar la fuerza y utilizar otras estrategias para resolver las diferencias ideológicas por trasnochadas que sean.
Asistimos entonces a una especie de acuerdo mundial para no desatar la muerte a escala global. Si hemos solucionado las diferencias mundiales de otras formas sin necesidad de provocar una tercera guerra mundial, entonces estamos aprendiendo de nuestros errores.
Pero es precisamente esta forma de pensar la que puede engañarnos de inicio a fin. Si bien –hasta el momento– no estamos en la vorágine de odio e industria militar que nos encamine a matarnos mundialmente, vale la pena preguntarnos si las guerras –que no son mundiales– son la nueva forma de asesinarnos sin que condenemos con fuerza toda agresión, tal y como lo haríamos si fuera a escala global. ¿Nos preocupan las guerras de menor escala o sólo aquella que se dice guerra mundial? Si nos preocupa una guerra mundial, ¿las guerras en países pequeños merecen menor intervención? Si nuestra negociación diplomática detuvo –por el momento– una guerra mundial, un conflicto local es fácil, demasiado fácil solucionarlo, ¿o no?
El Papa Francisco a mediados de septiembre envió desde el cementerio militar italiano conocido como Sacrario de Redipuglia un mensaje por la paz en el cual dijo: “después del intento fallido de otra guerra mundial quizás se puede hablar de una tercera guerra combatida a partes, con crímenes, masacres, destrucción… ¿Cómo es posible? Es posible porque también hoy se esconden intereses, planes geopolíticos, la codicia del dinero y del poder, la industria de las armas”.
Tal mensaje debe invitarnos a comprender y cuestionar nuestra permisividad ante tantos e incontables conflictos locales que abundan en los diarios y que desangran gota a gota a civiles asesinados por grupos extremistas. Tantas vidas cegadas por la guerra entre narcotraficantes, tantas viudas dejadas por la delincuencia común y tantos sueños marchitados en el desierto de nuestras fronteras.
¿Qué pasaría si condenáramos cada conflicto local como si de ello dependiera la paz y estabilidad mundial?