Estoy acorralado. Más bien la palabra debería ser “encorralado”. Nos tienen, a mí y a otros periodistas, en un pequeño corralito que los encargados de prensa del presidente mejicano hicieron con esas cuerdas de terciopelo que usan en los bancos para tenernos reuniditos afuera de una biblioteca que está a punto de inaugurar el mandatario.
Seguramente, quieren que los trogloditas de la prensa no andemos como caballos salvajes galopando por todos lados, tomando fotos a las cosas que nos parecen interesantes, hablando con gente que pueda decir algo que se salga de la partitura.
Estoy, junto con la crema y nata de los periodistas juarenses, cubriendo la visita del presidente a la ciudad más violenta del mundo, que conforme pasan los días y los índices de violencia bajan de nivel de “demencial” a uno simplemente “insoportable”, está corriendo el riesgo de volverse lo suficientemente violenta como para tener a todo el mundo aterrado, pero no tanto como para que podamos ponerle la etiqueta de “la ciudad más peligrosa del hemisferio” y atraer así periodistas con sus cámaras y libretas para que le cuenten al mundo de la tragedia hasta que la próxima tragedia vuelva esto irrelevante y demodé.
La situación ha mejorado, pero eso no impide que haya dos anillos de seguridad para llegar al lugar y que el ejército tenga tomada la zona, lo cual no hace sino complicar nuestro ingreso al lugar.
Hemos llegado tarde por una de esas paradojas latinoamericanas. Estuvimos tomando café en un Starbucks céntrico en Juárez hasta que el colega periodista que habría de mostrarnos el camino consideró que íbamos lo suficientemente tarde como para justificar que manejara los 20 o 30 kilómetros hasta el lugar de la actividad a 130 kilómetros por hora. Atrás, vamos en otro carro con otro amigo de un periódico paseño, tratando de mantenerle el paso al Fitipaldi juarense.
Mientras me esfuerzo por no perder de vista a nuestro “guía”, me pongo a pensar cómo se verá esta persecución gratuita a los ojos de, digamos, uno de esos policías que rociaron a balazos un carro como el de nuestro guía hace apenas una semana porque la conductora no entendió que le pedían que se detuviera.
Hace frío y ha vuelto ese viento que por las tardes levanta unas nubes de polvo que lo cubren todo y hacen arder el cielo al atardecer. Supongo que baleado o dentro de los fierros retorcidos del carro tener un poco de frío debe ser una de las últimas preocupaciones que lo asaltan a uno. Pero, igual, lo pienso mientras nos saltamos el segundo semáforo en ámbar.
Al llegar a Villas de Salvarcar, un vecindario donde hace justo dos años mataron a 15 personas, la mayoría adolescentes, todos representamos nuestro papel. Nadie se sale ni un milímetro de la partitura.
Calderón recorre la biblioteca y se toma 90 segundos para leerle un cuento a unos niños llevados ex profeso para la foto. Lanza un pitch en un recién construido estadio de baseball y tira la moneda al aire en un partido de futbol americano y otro de futbol del nuestro. Escucha un coro de niños y una orquesta sinfónica infantil que tocó, inexplicablemente, la introducción a Así Habló Zaratustra. Además se toma una foto abrazando a unos grafiteros que hicieron unos murales alegóricos a la violencia que afecta la ciudad.
Nosotros, también, hacemos lo que nos toca. Dejamos que nos lleven dócilmente de un corral a otro. Tomamos las fotos y nota de cada una de sus actividades y nos retiramos cuando todo ha terminado.
Y no es que el presidente, o su gente de prensa, sean sicóticos controladores como un tipo cuya casa visité para una nota de violencia doméstica, que había puesto cámaras en toda su casa para ver si su mujer metía hombres en ella mientras él estaba fuera. Es otra la historia.
No quieren controlarnos a nosotros. Sospecho que lo suyo es controlar el discurso, la imagen. Encorralados, no tenemos más opción que apuntar nuestras cámaras al presidente, poner nuestros ojos en el ángulo exacto que trasmite su mejor faceta, donde no se ven las casas sin repellar, donde no hay algo que pueda delatar que estamos en un barrio que si no es pobre del todo, lucha con la crisis, con la violencia y con los problemas de esta ciudad.
Es por eso, quizá, que no quisieron que sacara una foto desde arriba donde se les veían las calvas a al presidente y el gobernador.
Pero, ¿cómo juzgarlos? Si al final de cuentas no son distintos al resto de nosotros. Todos buscamos presentar esa mejor imagen que nos vende bien, que convence, que seduce, que gusta.
Nos presentamos bajo una luz favorable, que acentúa nuestras bondades y difumina los defectos de nuestro carácter. Y la paradoja reside en que mientras este encorralamiento de nuestra imagen sirve para presentarnos como mercancías deseables para la interacción social, nos aísla cuando queremos trascender el contacto superficial.
Sobre todo en un contexto de tanta corrección política como Estados Unidos. Es tan difícil trascender de la imagen acartonada que presentamos en nuestro business profile de todos los días. Y supongo que Guatemala no es tan distinto. Solo que es al revés, en lugar de recurrir a los extremos de corrección política y ponerse la máscara de civilidad para ocultar sus verdaderas opiniones, los chapines van al otro lado del espectro. Se ponen la máscara del salvajismo y salen a clamar sangre para todos, a pedir ejecuciones extrajudiciales, demandar que el gobierno le meta fuego a las cárceles y lance a los criminales en un resbaladero de shilets hacia una piscina de jugo de limón. Esa máscara les sirve para ocultar que detrás de esa demencia sanguinaria hay gente sensata y sensible. Y los que no pedimos eso, por lo menos nos quedamos calladitos cuando algún chapín de pelo en pecho sale a decir que la sangre con sangre se lava.
Puta, de veras quiero creerlo. De veras quiero creer que los chapines están jugando a ser bestias. Después de todo, muchas de las personas a quienes quiero son chapines o están en camino de convertirse en chapines.