Pese a no ser una idea original, El juego del calamar (Netflix, 2021) es un fenómeno internacional del entretenimiento que nos recuerda a Guatemala, donde la realidad puede superar la ficción.
Una realidad absurda donde gente oprimida y desesperada se juega la vida pasando sobre cualquiera, aspirando a una prosperidad material que sirve como motor para que el sistema esté en funcionamiento. En ese marco, hay dos clases sociales visibles: los caballos, que compiten, y los apostadores, que poseen el escenario y ocupan su existencia en la búsqueda de algo que los entretenga. Un grupo adicional, diferenciado por su vestimenta y por su anonimato, ejerce el control y utiliza la violencia, pero no deja de ser un estrato subordinado, tal y como ocurre en los Estados policiales contemporáneos. Un análisis más profundo de la serie como tal, al menos desde mi mirada, equivale a tratar de exprimir una piedra. Pero lo más interesante de esta no se encuentra en su narrativa de ficción, sino en lo sorprendentemente similar que puede ser a la realidad en un paisito como Guatemala.
Curiosamente, lo que en la serie se denomina un ejercicio democrático se asemeja poderosamente a la farsa electorera que se monta cada cuatro años en Guatemala para legitimar al caballo ungido por la oligarquía. Del mismo modo, los personajes de la serie participan en un juego macabro porque están desprovistos de capital financiero, social, cultural y tecnológico. Así, el control sobre los caballos que compiten se construye primero mediante una domesticación económica, cultural, religiosa y tecnológica. La similitud con el arreo de ovejitas empobrecidas, anómicas y anestesiadas por la religión, algo que ocurre en Guatemala, no deja de ser dolorosa. La violencia, entonces, se reserva para quien disienta y trate de desenmascarar a los dueños del juego, que en Guatemala equivalen a los dueños de la finca.
Lo que cambia son los escenarios, los juegos, el entretenimiento, pero la aspiración de prosperidad, el control sobre los cuerpos y el cinismo de la oligarquía no se diferencian mucho.
Esta ficción de nación que llamamos Guatemala no se queda atrás ni en crueldad ni en desigualdad. Lo que cambia son los escenarios, los juegos, el entretenimiento, pero la aspiración de prosperidad, el control sobre los cuerpos y el cinismo de la oligarquía no se diferencian mucho de la trama de El juego del calamar. En contraste con la serie, es más cruel la realidad guatemalteca, donde se deja morir de hambre a cientos de niños y niñas cada año y se condena a millones por malnutrición. Es peor que la ficción de una serie: se hacen negocios sucios que mantienen la educación, la seguridad y la salud solo para quien pueda pagar.
Le reitero que, en Guatemala, todos los días millones de niñas y niños se acuestan a dormir con hambre, la pobreza extrema aumenta y el Estado, en lugar de acometer problemas gravísimos, opta por la censura y la propaganda, que sospechosamente se articulan con entretenimiento religioso. La corrupción, vista como un fenómeno transideológico, es uno de los grandes problemas, pero la base del sistema no ha sido interpelada, salvo por algunos movimientos sociales y por algunas personas que intentaron transformar una parte del sistema desde su interior, pero sin éxito.
Ya existe en Guatemala al menos un programa televisivo de competiciones sexualizadas y de dilemas intrascendentes. Tal vez lo que hace falta es una competición televisada de familias pobres atravesando una pista de obstáculos para acceder a una canasta básica mientras nos bombardean con mensajes de esperanza, optimismo y, por supuesto, publicidad para que sepamos dónde está la felicidad. Tal vez así algunas personas se indignen un poco o tal vez descubramos que la crueldad, la indiferencia y la individualización ya están inscritas en nuestra cultura.