El caso (impresentable y vergonzoso) del diputado Juan Manuel Giordano está en el tapete en este momento. Más allá de las características psicopáticas que este joven pueda tener (y que sin dudas tiene), el análisis de la situación no puede restringirse a una mera cuestión de perfil psicológico. Es algo mucho más profundo, estructural.
La corrupción es un mal endémico en Guatemala. No es el principal problema del país, en el sentido de que nuestros problemas ancestrales (pobreza crónica de las grandes mayorías, exclusión, racismo, machismo) no se deben a ella. En todo caso, hay que entender la corrupción como un derivado de una situación estructural que arranca cinco siglos atrás y que en lo fundamental no ha cambiado. Nuestro modelo de país, con reminiscencias aún semifeudales (existe un virtual derecho de pernada en algunas fincas de la Guatemala profunda, por ejemplo), genera y tolera la corrupción tanto como la impunidad. El modelo de capitalismo dependiente basado en la agroexportación, con un Estado raquítico y una sociedad inmisericordemente sometida, lleva la corrupción como una consecuencia inevitable.
Luego de las movilizaciones del año 2015, la idea (mediática) que se instaló —producto bien mercadeado, por cierto— fue que los políticos tradicionales terminaban su ciclo y que con la asunción de un nuevo presidente como Jimmy Morales la corrupción desaparecía. Tamaño absurdo. ¿Quién podría creer eso? Pues ¡la mayor parte del electorado!
La población está hastiada de las corruptelas de los políticos profesionales, por lo que un mensaje moralizador anticorrupción pudo captar perfectamente el descontento reinante el año pasado. Pero la corrupción es algo mucho más profundo que un mal comportamiento. Está instalada como cultura.
A pocos meses de iniciado el nuevo gobierno aparece el caso del diputado Giordano. Ello muestra que nada ha cambiado en la práctica política de quienes se asumen como políticos profesionales. Es cierto que ahora el referido legislador puede ser dado de baja, y lo mismo podría suceder con los cuatro imputados de presiones contra la gobernadora de Alta Verapaz, también por su práctica corrupta. Todo ello no es malo: marca una nueva tendencia. No significa un cambio estructural, pero sí un nuevo momento político (quizá como producto de la agenda de Washington para montar su Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica). Pero debemos tener cuidado de no creer que la corrupción es el último mal del país ni que es patrimonio de los funcionarios públicos. Es consecuencia del sistema dominante y está enraizada en toda la sociedad.
Pensemos: ¿por qué tantos políticos y funcionarios públicos son infamemente corruptos? ¡Porque eso está ya en nuestra cultura! Es varias veces centenario. Viene desde la Colonia, de los conquistadores y encomenderos llegados a saquear, quienes luego compraban títulos nobiliarios. Si un funcionario hace lo que hace (roba, falsifica, miente, crea cargos fantasmas, se queda con vueltos, etcétera), eso es porque cualquier guatemalteco o guatemalteca puede hacerlo. No puede afirmarse que todos seamos tan probos, virtuosos y honestos. Baste mirar a nuestro alrededor y ver que la corrupción es un mal enquistado en forma cultural, histórica, profunda. ¿Quién no ha ofrecido mordida alguna vez? ¿Cómo entender, si no, que un pobre y desocupado venda lugares en una fila? ¿Quién no recurrió alguna vez a un güisache porque es más barato que un abogado? ¿No se venden tesis universitarias acaso? ¿Quién no compró algo de contrabando, chafa (películas, programas computacionales) o proveniente de un furgonazo? Todos los que lean este opúsculo ¿pagan prestaciones sociales a la empleada doméstica que probablemente tengan en la casa? ¿Quién pisteó por su licencia de conducir? No solo los políticos corruptos van a comprar cosas robadas al Mercado del Guarda.
Podríamos seguir con una muy larga lista de hechos corruptos cotidianos. Pero no es esa la intención, sino mostrar que, aunque duela admitirlo, la corrupción está entre nosotros. También entre los pobres (digámoslo con franqueza: ¿no intentan cobrar doble viático cuando se puede?, ¿no se compran facturas para pagar menos impuestos ante la SAT?). La corrupción es un mal endémico, cultural. Terminarla sería muy bueno, pero no es con ella con la que se acabarían los problemas nacionales.
Lo hecho por el diputado Giordano no es sino una muestra de lo que sigue siendo nuestra sociedad. Quitar la manzana podrida no está mal, pero no es la solución integral. Es el sistema el que no funciona.