Es hora del almuerzo en un día de vacaciones varios años antes de la pandemia. La familia está reunida para comer como hace siempre a esa hora. Uno de mis hijos está más callado que de costumbre. Al preguntarle si todo está bien, levanta la mirada y con una expresión de gran preocupación dice que no, que tiene un problema y que no sabe cómo resolverlo. ¿Qué problema?, pregunto intrigada, pues somos de las familias clase media guatemalteca que contamos con muchos privilegios en esta sociedad y, hasta donde sé, no ha pasado nada extraordinario en la vida de mi hijo, algo al menos que me genere preocupación más que la habitual en estas edades.
Lo que pasa, dice mi hijo con un tono de voz que no deja lugar a dudas sobre la enorme carga que lleva encima, es que tengo poco tiempo para abastecer a la ciudad que estoy administrando. Necesito llevarles los alimentos necesarios para la sobrevivencia, son más de 900 personas. También hay escasez de agua y debo arreglar esa situación antes que la sequía cobre las primeras víctimas. Lo veo con los ojos más abiertos que lo normal y en un instante recuerdo que se ha pasado ya varios días de sus vacaciones encerrado en su habitación en la computadora jugando algo que hoy recuerdo como «El señor del Olimpo, Zeus». Tendría él unos 11 ó 12 años entonces y el juego le imponía ciertas condiciones que debía resolver si no quería que la ciudad que recién había creado y que estaba administrando, colapsara.
Esa mínima preocupación sería deseable en los funcionarios públicos que, en la actualidad, están a cargo de la administración, precisamente, de nuestra ciudad. Lo digo porque solo las lluvias de un día, las del sábado 28 del mes pasado, fueron suficientes para colapsar calles, carreteras, hospitales. Andan circulando por las redes pequeños vídeos de la penosa condición que a partir de la lluvia se dio en distintos puntos no diré del país, sino de la capital. Por ejemplo, por ahí se ve una de las instalaciones del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social inundada; sectores completos del anillo periférico, así como la calzada San Juan o la Aguilar Batres, entre otras. No cuesta nada creer que, si eso pasó en una sola tarde de lluvia, lo que pasaría si estas se prolongaran durante varios días seguidos sería en verdad devastador. Guatemala sería, sin duda, la sede del nuevo diluvio universal sin un Noé que salve a nada ni nadie, porque también es cierto que, como país, al parecer por los hechos, nos lo merecemos.
Guatemala sería, sin duda, la sede del nuevo diluvio universal sin un Noé que salve a nada ni nadie
¿Dónde están los funcionarios correspondientes dando la cara ante esta situación que se reitera año con año y cada vez de manera más pronunciada? ¿Quién rinde cuentas? Es más, ¿quién las pide? ¿En qué medios salen dando declaraciones sobre sus acciones no solo para paliar la situación sino para prevenirla? No los he visto. Hay quienes aún los defienden, peor aún, siguen votando por ellos. Padecemos, entre otros, el síndrome de Estocolmo colectivo: hemos naturalizado el desastre cotidiano de las acciones políticas y sociales como los desastres producto de los fenómenos atmosféricos. Lo natural, lo social y lo político en todas sus dimensiones se amalgaman para que la mayoría veamos y aceptemos como un hecho natural e irremediable lo que en distintos ámbitos y niveles vivimos.
De manera independiente a cualquier retórica hay hechos ineludibles: urge que, ya sea funcionarios o instituciones, se hagan cargo de la situación que se vive en la ciudad, en el país entero y se lleven a cabo las cuestiones pertinentes para evitar y prevenir más tragedias como la ocurrida hace unos días en la que una madre quedó soterrada con sus seis hijos.
Las lluvias y cómo queda la ciudad con ellas son el reflejo real de lo que en este momento crucial somos, creemos, sentimos y pensamos como sociedad.