Las élites depredadoras han logrado su propósito. Por el momento tienen el control absoluto de los tres poderes del Estado y de los mecanismos de control y balance de la democracia.
Han seguido el guion que se trazaron luego de sacar del país a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), cuyo trabajo conjunto con la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI) amenazaba sus feudos de impunidad.
La presencia de la Cicig fue tolerada mientras esta no tocara o intentara tocar las raíces del mal. Podía avanzar cuando los casos llevaban incluso al sacrificio de ex fieles servidores como Otto Pérez Molina o de incómodas advenedizas como Roxana Baldetti Elías. Pero de eso a tocar los mascarones de proa del barco de la oligarquía había mucho camino por recorrer y terreno por minar, como finalmente se hizo.
A fin de cuentas, impunidad ha sido la divisa que ha sustentado la vida de esas tribus endogámicas llamadas familias que detentan el poder económico llamado tradicional y que han diseñado la arquitectura del poder político que hoy también controlan. En aras de esta, la impunidad, esas tribus achataron sus narices respingadas, se aceitaron las pieles para que todo resbalara y se fueron a la cama con el crimen organizado. Total, ya le pasaban jabón a sus dineros y de paso sostenían su sistema blanqueador.
Ambos extremos de la horca que hoy asfixia al espíritu garantista y de derechos que sustenta la Constitución Política de la República se han trenzado con esas clicas llamadas partidos políticos, con las cuales se reparten el pastel del poder. No es casualidad que Acisclo Valladares Urruela, retoño de un eterno funcionario de Cancillería y del Estado cuyos apellidos ostentan con orgullo su origen colonial, terminara preso en Estados Unidos por trabajar con el narcotráfico. Valladares Urruela es el vivo ejemplo de esa mezcla. Usó plata que le dio un narcotraficante para comprar voluntades de diputados a fin de obtener en el Congreso una ley que favoreciera a la empresa de telefonía de la cual era gerente. Así nació la llamada Ley Tigo.
En aras de la impunidad, esas tribus achataron sus narices respingadas, se aceitaron las pieles para que todo resbalara y se fueron a la cama con el crimen organizado.
Como ese, son muchos los ejemplos de la innegable relación y mezcla de patrimonios entre los capitales que eran llamados tradicionales y los llamados emergentes, que, merced a estos concubinatos, ahora son tradicionalizados. A estas fusiones entre las cabezas de las tribus, de las clicas y de las empresas criminales les estorba la institucionalidad democrática. De tal manera, una vez eliminado el factor Cicig, que cobraba fuerza como fenómeno con amplio respaldo social, se concentraron en alcanzar el control absoluto del poder y de los espacios de decisión.
Un golpe de Estado al estilo castrense del siglo pasado no les resultaba adecuado. Tampoco un serranazo o un bukelazo, menos aún montar un régimen al estilo Ortega-Murillo. Las élites depredadoras quieren seguir dando la imagen de que se adaptan al sistema y modelo democrático y afirman apegarse a lo que las leyes establecen. Sin embargo, el camino que han recorrido está plagado del estiércol que chorrean sus actuaciones. Su remedo de conformación de espacios como la Corte de Constitucionalidad (CC) y la Corte Suprema de Justicia (CSJ) no resiste el soplido a las velitas de un pastel.
Su soberbia necedad y necesaria garantía de impunidad las ha llevado a estirar la soga para ahorcar la Constitución que falsamente esgrimen como su estandarte. Han hecho de la democracia una horrible mascarada, cuyos actores, lejos de entretener, amenazan la vida de quienes se oponen a su libreto. Sin embargo, más temprano que tarde se acabará su argumento, a tomatazos o chiflidos serán expulsados del escenario y su teatro del horror será destruido.
La verdadera democracia solo será y nacerá cuando en ella tengan cabida todas y todos, empezando desde abajo y desde todos los territorios. Cuando la letra que la defina no sea letra muerta ni el libreto de una obra de criminales. Como decía Julia Esquivel: Guatemala, florecerás.