El Homo Sapiens posee ambos instintos con la misma finalidad: la sobrevivencia de la especie. Por medio de un largo proceso de selección natural llegamos a adquirir una marcada tendencia a cooperar con los Nuestros y a competir contra los Otros.
Dicho proceso trasciende a la misma especie porque también existen esas estrategias en otros animales, por lo cual estamos frente a una “programación” de nuestros circuitos cerebrales que tardó millones de años en afianzarse.
En nuestro caso, durante 250 mil años, en contextos de extrema escasez de recursos en el continente africano –razón por la cual se dieron las primeras migraciones hacia otros rincones del planeta, siempre en busca de mejores condiciones–, nuestros ancestros sabían perfectamente que la cooperación dentro de las pequeñas bandas de cazadores y recolectores era determinante para alimentar a la prole, es decir, para una reproducción exitosa. También para protegerse de amenazas externas, incluyendo los esporádicos encuentros con otros grupos humanos en busca de los mismos objetivos: comida, refugio y sexo.
Una vez resueltos ciertos problemas de acción colectiva al interior del grupo, como el acceso a una pareja con un nivel aceptable de incertidumbre sobre la paternidad, o como los derechos propiedad a la hora de redistribuir la caza con consideración especial para quienes no participaron directamente en la cacería (niños, mujeres, enfermos y ancianos); es decir, ya superada la potencialmente autodestructiva competencia intragrupo, lo que seguramente produjo un importante éxito reproductivo, nuestros ancestros se vieron en la necesidad de competir contra otras bandas por los recursos ahora más escasos por la nueva presión medioambiental provocada por el mencionado éxito. Esta rivalidad entre grupos por los recursos escasos está en la base de nuestra agresividad por la defensa del territorio, la cual se puede convertir en violencia asesina, como en otras especies, tal es el caso de los chimpancés.
Esta competencia destructiva continúa presente en la especie, y es activada cada vez que se excita el instinto del Nosotros contra los Otros. Es muy diferente a la competencia productiva y creativa de la que se habla una vez establecido el mercado, cuando las ventajas comparativas facilitan el intercambio de bienes y servicios, pues precisamente se da en un marco cooperativo más amplio establecido por el interés muto que deviene del comercio libre y voluntario. Como dice Pinker, nadie está interesado en eliminar a su socio comercial porque sale perdiendo. Pero sí estamos dispuestos a eliminar al que vemos como enemigo, al que consideramos que nos roba a la pareja, nuestros propios recursos o, incluso, nuestra fe.
En un país como Guatemala, donde la identidad nacional es tan endeble, siempre estamos ante situaciones muy volátiles entre cooperación y competencia. Generalmente, solo las desgracias comunes sirven como catalizadores que activan el sentido de cooperación, pues todos nos sentimos igualmente afectados, como en los casos de desastres naturales que no discriminan a nadie. Durante el resto del tiempo, múltiples identidades son utilizadas para manipular a Unos en contra de los Otros. Ricos versus pobres, indios versus ladinos, rojos versus cremas, conservadores versus liberales, mujeres versus hombres, campesinos versus capitalinos. Así cuesta mucho encontrar un punto focal que nos facilite la coordinación necesaria para cooperar de manera sostenida en beneficio de la colectividad, eso que se suele llamar el bien común.
Como he repetido en otra oportunidad, no es el caso de una esencia guatemalteca que tienda a la competencia autodestructiva, como que si fuéramos una subespecie humana condenada al fracaso –y, por lo tanto, a la extinción en el largo plazo. En muchos otros países y sociedades sucede algo muy similar. Lo que sucede es que hay diversos incentivos institucionales y estructurales (materiales) que previenen o propician que la moneda caiga con más frecuencia del lado cooperativo o competitivo. Por ejemplo, la desigualdad económica en las grandes zonas urbanas, combinada con la exclusión de miles de jóvenes sin acceso a oportunidades de educación o empleo de calidad, da como resultado la creación de grupos juveniles como las pandillas o maras, que se organizan (cooperan) para competir (violentamente) contra el resto de la sociedad para así alcanzar estatus, riqueza, sentido de pertenencia, protección, y el respeto que los Otros les negamos.