Cada vez que preguntan sobre la principal amenaza que enfrenta Guatemala pienso en muchas cosas, pero al final concluyo que, sin duda, es la conflictividad social.
Por encima de terremotos, huracanes y demás fenómenos naturales, crisis económicas mundiales, o la violencia y la penetración del narcotráfico, la conflictividad social es una amenaza descomunal, que nos alcanza a todos y que rara vez asumimos con la seriedad que exige. De continuar constante el crecimiento de la conflictividad, el resultado inevitable será un estallido social de proporciones muy trágicas e irreparables.
Este convencimiento se ve reflejado en un comunicado de la Conferencia Episcopal de Guatemala (CEG), divulgado el sábado pasado en una conferencia de prensa realizada en Cobán, Alta Verapaz. El documento de la CEG debe leerse no con el afán de aceptarlo como dogma, sino porque en breves cinco páginas toca los temas que quizá debiesen integrar una hoja de ruta de implementación de un diálogo nacional auténtico, inclusivo, pero sobre todo, eficaz.
Porque “diálogos” nacionales los ha habido y siguen habiendo muchos, pero que lamentablemente no pasan de ser palabrería sin esperanza de provocar mejoras sociales. Sin embargo, lo que llama la atención del documento de la CEG es que no solo señala causas de la conflictividad que vivimos, sino además plantea propuestas de solución y acción (de hecho el documento se titula “¿Entonces, qué debemos hacer?”).
La CEG señala como causas de la conflictividad en un horizonte histórico el problema de la tierra, la desigualdad social, la violencia como una supuesta expresión “cultural”, tergiversando o exacerbando expresiones culturales ancestrales o consuetudinarias. Pero también señala nuevas y actuales causas de conflictividad como la incapacidad del Estado para orientar la inversión privada al bien común, legislación a favor solo de la empresa privada, sesgos injustos en el desarrollo energético y educativo, así como el despilfarro de recursos en políticas clientelares abusando de las muy necesarias acciones estatales de protección social. Y sentencia con meridiana claridad: “los más pobres, indígenas, campesinos, quienes no han tenido educación formal, son los grandes olvidados del sistema, pero aún siguen siendo la base que da nombre y sustancia al país”. Quizá pudiéndose agregar que, además, son la mayoría.
Las reacciones son sin duda una medida de la seriedad con la que se debe tomar esta declaración de la CEG. Por ejemplo, el director ejecutivo de la Cámara de Industria de Guatemala eligió como respuesta un sofisma ad hominem, indicando que “al igual que hay sacerdotes u obispos que no han actuado bajo los principios de la Iglesia, en cualquier sector puede haber desviaciones”. Y luego de reiterar el rol del sector empresarial como generador de empleo en el sector formal, me parece que simplemente asumió el golpe y colocó en calidad de incontestables los señalamientos de la CEG. Vaya, menuda fuerza la que tienen entonces.
Insisto, no se trata de aceptar el documento de la CEG como dogma de fe o cosa semejante. Pero sí admitirlo con sentido crítico. Primero, porque estimo correcto que coloque la peligrosamente creciente conflictividad social como la principal amenaza para Guatemala. Y segundo, porque las soluciones y acciones que propone son un buen punto de partida, las cuales quizá debemos concretar aún más. Pero eso sí, acciones más simples y directas que emprendamos todos.
La CEG sin duda ha dado un paso en la dirección correcta, ya que como dice, las organizaciones sociales, incluyendo a las iglesias, suplen las funciones de los partidos políticos. Rol supletorio que gana legitimidad y fuerza en tanto plantee análisis sustentado, propuestas de soluciones y acciones que contrasten favorablemente con la grave disfuncionalidad de los partidos.