Con cascaritas de huevo huero

Autor: Vivian Guzmán vivian@plazapublica.com

Un importante grupo de profesionales de las ciencias económicas se reunió, recientemente, para poner en manifiesto su preocupación y opinión respecto de las finanzas públicas, y para reimpulsar la propuesta de modernización fiscal presentada en 2008 por el Grupo Promotor del Diálogo Fiscal.

El momento resulta muy oportuno e invita a la reflexión, tanto por parte de los participantes de la contienda electoral como del resto de ciudadanos.

Hace más de 10 años, cuando daba mis primeros tanes laborales, se discutía en el ámbito de los centros de investigación el Pacto Fiscal. En aquel entonces, los esfuerzos por avanzar en esa línea respondían en gran medida al compromiso asumido con la firma de los Acuerdos de Paz de aumentar la carga tributaria, y así dotar al Estado de recursos para dar pasos concretos en la resolución de las deudas sociales tan amplias, profundas y estructurales que afectaban desde siempre al país. El Pacto se discutió y firmó, pero nunca se concretó. Los años han transcurrido y nuevos compromisos —como los Objetivos de Desarrollo del Milenio— se han adoptado con la intención de poner en la agenda prioritaria de los gobiernos los desafíos sociales, pero poco se ha avanzado.

En las promesas y los discursos políticos sí que ha estado presente como prioridad el combate de la pobreza, la inversión en salud y educación, el desarrollo de las y los guatemaltecos. Pero las voluntades se traducen en realidad si y solo si se destinan recursos y esfuerzos para ello: la estructura y ejecución del presupuesto público refleja el compromiso real de los actores políticos que llegan al poder (Ejecutivo, Legislativo), y el tamaño del presupuesto público refleja el compromiso real de la sociedad en su conjunto. Lamentablemente, el presupuesto de ingresos y gastos del Estado sigue manifestando que el desarrollo humano no es la prioridad, y el tamaño de éste evidencia que aunque anhelamos vivir en un país con una población educada, saludable, competitiva, en una sociedad libre de violencia y demás; estamos muy poco decididos a invertir en ello.

Como resultado de esos recursos escasos y de la orientación de ellos —según el Panorama Social de la Cepal— el gasto público social (del Gobierno Central) per cápita guatemalteco es de los más bajos de la región centroamericana y latinoamericana: un poco menor al de Honduras, menos de la mitad del realizado en El Salvador, República Dominicana o Panamá; y varias veces menos al de países como Chile y Colombia (donde es siete y tres veces más, respectivamente). De tal cuenta, ocupamos los últimos lugares de América Latina en gasto público per cápita en educación y salud, por lo que no debe de extrañarnos que seamos también de los países con los peores resultados en esas dos áreas fundamentales.

El fortalecimiento del Estado es necesario para lograr una sociedad con mayor bienestar social, pues aunque los libertarios y los testaferros de los poderosos de toda la vida sigan diciendo que el crecimiento económico por sí solo es el paladín del desarrollo, sabemos bien que el efecto rebalse no es sino una falacia: el crecimiento económico —si bien necesario— es insuficiente para mejorar las condiciones de vida de la población, principalmente las de aquella más pobre y marginada. Con altos niveles de desigualdad —como los de nuestro país— la función pública tendría que desempeñar entonces un importante papel de transmisor —o redistribuidor— del bienestar hacia toda la población mediante el gasto público.

Si bien es cierto que no solo se requieren de suficientes recursos para ello —es preciso seguir avanzando en temas como el combate de la corrupción y a la evasión, la continuidad de planes y programas más allá de una administración gubernamental, las reformas al servicio civil, entre otros—, para el caso de Guatemala la precariedad de las finanzas públicas sí representan una gran limitante: con poco más del 10% de PIB como carga tributaria y con tantas demandas y necesidades sociales, es muy poco probable que logremos grandes progresos. Contamos, como bien decía el ex ministro Fuentes Knight, con un presupuesto boinsái.

El hecho de pagar más impuestos nunca generará una sonrisa en la cara de los contribuyentes, pues por naturaleza es una medida no popular. Justamente, platicaba con mi hermano —quien ha tenido la oportunidad de vivir en un país europeo— sobre la constante queja de los ciudadanos de allá respecto de la fuerte carga tributaria, a lo que responde: “Se quejan porque no saben lo que es vivir en un país que no cuenta con suficientes impuestos”. En algún momento —esperemos que en el futuro cercano— tendremos que aceptar que el país con el que soñamos no se construirá con cascaritas de huevo huero. El Pacto Fiscal integral —y el implícito Pacto Social— ha demorado mucho en llegar.

Por cierto, hace poco leí que a pesar de las muchas necesidades de inversión pública, de la crisis que enfrenta el Gobierno para responder a los compromisos, de la preocupación de organismos internacionales y países amigos respecto de los bajos niveles de la carga tributaria, la mayoría de los candidatos a la presidencia considera que no será necesario aumentar los ingresos del Estado. Resulta muy atinada, entonces, la pregunta que Unicef ha lanzado en su reciente campaña: “Candidato/candidata: de dónde saldrá el dinero para resolver la violencia contra la niñez, la desnutrición crónica, etc.” ¿De dónde saldrá la plata para responder a tantas urgencias y problemas que nos acechan? 

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