Todo escrito que se publica tiene dos actores, el escritor y el lector. Por tanto, es válido suponer que cada uno tiene sus propias motivaciones para bailar esta danza.
Hace unos días, un amigo me dijo que en esta era de las redes sociales, todo el mundo quiere escribir algo, y los lectores pagamos los platos rotos, pues nos vemos inundados de textos. Sentimos la necesidad de tener las siete vidas del gato, porque solo una, no nos alcanza para leerlo todo. A veces añoro aquellos días en que tomaba un libro de la biblioteca y lo leía saboreando cada página, de sorbo en sorbo, como me tomo el café al levantarme.
Sin embargo, todas las mañanas, agarro elPeriódico, leo las noticias entre enojos y risas, pero siempre me apuro para llegar a las páginas de opinión y leer las columnas. Algunos columnistas escriben muy bien pero no dicen nada, otros no escriben bien pero dicen cosas interesantes. Para mí, los mejores son aquellos que sorprenden al lector, mostrando una perspectiva distinta, innovadora, aquellos que cuestionan nuestros paradigmas. Esos son mis preferidos porque me hacen pensar, y me muestran una cara del tema, que no me había imaginado.
Pero como en gustos y colores existen mil opiniones, por suerte están los lectores que prefieren leer al columnista que confirma sus propios pensamientos, ideas y visión de mundo. A riesgo de hacer una injusta generalización, me atrevo a decir que aquí en Guatemala, la cosa es más o menos así. Si eres de la élite, conservador y de derecha, prefieres leer a aquellos columnistas que afirman que los políticos son corruptos, que el Estado es ineficiente, que el mercado debería ser el ente que distribuya la riqueza, que los impuestos desestimulan la producción, que primero hay que crecer y después distribuir, que los indígenas son perezosos y por eso son pobres, y más por el estilo.
Si eres clase media, progresista o de izquierda, te sentirás a gusto con los columnistas que hablan de condenar a los genocidas, de desaparecer a las mineras, de apoyar las demandas campesinas, de hacer la reforma agraria, de desconfiar de los militares, y del que dice que todos los políticos son corruptos (caray que coincidencia). Probablemente les gusta aquel escritor que les recuerda que Guatemala es una mierda donde nada cambia, y se sienten a gusto con que lapiden a Arjona y su pepsi cola.
Y los que escribimos. ¿Por qué lo hacemos? ¿Para satisfacer el ego? ¿Para ejercer el derecho al berreo, a despotricar como decimos los blogueros de “Y ahora qué, muchá”? ¿Para que alguien nos lea y con suerte, poder generar algún debate entre un reducido grupo de pensadores que, como dijo Quique Godoy, no va a cambiar nada? ¿Será que generamos algún tipo de conciencia crítica?
Por suerte, algunos columnistas somos más pragmáticos. En mi caso, escribo por la exuberante paga de Plaza Pública. Y por ahora, solo espero no estar empachando a los lectores con mis escritos.