Ha vuelto el viento y no debería sorprendernos. Es la época en la que el viento viene del oeste y levanta unas interminables nubes de polvo que ocultan el paisaje y hacen que el sol en el horizonte se convierta en una mancha difusa.
Por las noches, cuando en serio comienza a soplar fuerte, el viento cimbra las ventanas y me despierta. Entonces se cuela por cada una de las rendijas y hace que la casa entone un himno macabro. Es como si todos los muertos comenzaran a silbar a través de sus dientes desnudos de carne.
Y fue una de esas noches que lo vi. Una de esas noches heladas en las que el viento hace temblar la casa. Supongo que habrá sido el ruido de la corriente lo que me hizo saltar de la cama, pero también puede ser –lo supe después– que estaba buscando comida en mi refrigerador.
Cuando iba para la cocina a ver qué era el ruido pensé que, aterido, el vagabundo que vive en el callejón de detrás de mi casa había decidido entrar a guarecerse del aire. Al verlo supe que el vagabundo seguía durmiendo envuelto en esos sus plásticos que pone a secar todas las mañanas. En cambio, encontré que el demonio estaba en mi cocina, buscando qué comer.
Sí, el demonio estaba hurgando en mi heladera. Creo que sintió un poco de vergüenza otro día que volvió a visitarme y le pregunté si tenía hambre, si quería que le calentara las sobras de un churrasco que hice días atrás.
Murmuró algo sobre que no venía para hartarse o cosas por el estilo. Y me di cuenta que además de orgulloso, es un tipo leve. Si no, no se explica cómo el viento lo ha arrastrado hasta mi casa como una de esas pelotas de tumbleweed que ruedan por el desierto.
Cuando el incidente de las sobras, se ofendió un poco. Y supongo que es por eso que desde entonces cada vez que viene, trae algo de comer. De hecho, siempre trae lo mismo: ravioles. Supongo que los hace él. Son unos ravioles de formas irregulares, como hechos por alguien a quien ya nada le informa.
Viene y se sienta en alguna parte de la casa y me comienza a hablar de sus cosas. Hay noches en las que se larga a charlar y charlar y no le importa si es tarde. De hecho, lo hace a esa hora en que el cajero de la gasolinera de la esquina cabecea y empuña con fuerza el revólver mientras sueña que camina hacia un parque tomado de la mano de su esposa.
A veces sólo se sienta en una esquina y me mira con tristeza. Me recuerda a un colega que hace meses vino a mi escritorio, se sentó, me dijo “hoy despedí a cuatro personas” y se quedó callado como media hora con los ojos empapados de lágrimas.
He llegado a la conclusión de que está atravesando una grave crisis existencial. No ha intentado hacerme un pacto, no me ha dicho que cometa un crimen y tampoco ha querido implantar malos pensamientos en mi mente. Es como si ya ni siquiera lo intentara.
Aún que me hace pasar noches en vela y, por cortesía, tengo que escuchar sus peroratas, de alguna forma rompe la monotonía del desierto. En un lugar en el que hasta los cambios de las estaciones son predecibles, se agradece tener a alguien que rompa la rutina.
Porque dos nevadas, tres lluvias y cuatro lloviznas y seis tormentas de polvo seguidas de 350 días de sol son en sí mismas la esencia de la repetición. En un lugar donde los días son idénticos y todo pareciera estar en piloto automático, en un momento en el que hasta las crisis parecen haber ocurrido cuatro o cinco veces ya, se agradece una visita inesperada.
Y supongo que no somos amigos, no quiero que lo seamos. Después de todo, es el demonio. Si se trata de echar culpas, me toca más a mí que a él. En dos años en el desierto no he logrado hacer un solo amigo.
Me acompaña y eso no es poca cosa.
El otro día me dio a entender que no podría seguir viniendo con tanta frecuencia y luego farfulló algo sobre traer comida cada vez que viene y su presupuesto.
Y ahora estoy buscando una forma de decirle que no importa, que no es obligación, que tampoco tiene que traerme ravioles cada vez que deja que el viento lo arrastre hasta acá.
Aun con todo, es grato tener alguien con quien charlar.