Estoy parado en medio de la oscuridad casi total. Salvo por el tenue reflejo de la luz interior del carro en las nubes de tormenta colgadas en la atmósfera a cientos de pies, nada ilumina el cielo nocturno. Nada, excepto el reflejo distante del Sol que se asoma desde mucho más allá de la curvatura de la tierra y alcanza a iluminar las arenas blancas de Nuevo México.
Estoy intentando tomar fotos de una tormenta y los rayos y relámpagos me eluden. En eso ¡zaz! cae uno y parte el infinito con un destello de luz. Poco a poco la siento venir. La tormenta se acerca como el destino, inexorable, anunciándose con sonidos atronadores.
La siento en la piel, en la ropa, en la electricidad estática que se parece tanto a los campos magnéticos que se forman en el cuerpo antes de un primer beso. Su humedad se siente, menos tangible pero tantas veces más aterradora que la de un beso. Vas sintiendo cómo la tormenta se acerca cada vez más rápido y te respira sobre la cara con ese vaho húmedo que no hace sino hacerte añorar la humedad que el desierto te niega todos los días.
En esos instantes de infinita belleza que nos otorga la tormenta antes de descargarse sobre nosotros con toda su fuerza elemental, hay tiempo para pensar. Para maravillarse.
Pienso en que la semana pasada me enteré de la muerte de Amy Winehouse mientras intentaba hacer funcionar un teléfono satelital que me enviaron hace meses.
Después de varios intentos, de apuntar el aparato hacia el sur, hacia México, o mejor dicho hacia el trópico y más allá de la curvatura de la tierra, hacia el Ecuador, la señal comenzó a incrementar; me lo decía el teléfono al aumentar la frecuencia de los “bips” que hace para indicar que la señal está llegando al nivel óptimo.
Un par de ajustes más y, bip, bip, bip estaba en línea. Hacía un sol implacable a la orilla de la carretera en las afueras de Truth or Consecuences, un pueblo que cambió su nombre de Hot Springs para ganar un concurso de un programa de T.V. del mismo nombre allá en los 50´s.
Una vez conectado al internet, en la inmensidad del desierto abrí mi correo y me enteré de la muerte de la cantante. Traté sin éxito de recordar alguna otra canción aparte de “You Know I´m no good” y “Rehab”. Y de alguna forma me regocijé por la noticia.
No tanto porque se haya muerto la señora esta, que no la conocía y no tengo motivos para alegrarme de no contarla entre los vivos. Era otra la alegría.
En las horas posteriores a la masacre de Olso y Utoya, la muerte de Winehouse vino como un bálsamo para quienes ya estábamos haciéndonos muchas preguntas.
Es decir, quienes nos estábamos preguntando si Europa de veras necesita tener un debate sobre su identidad, la migración de personas originarias de países mayoritariamente musulmanes y el significado de esto en el contexto de una Europa esencialmente cristiana. Preguntas como si es correcto o no difundir el manifiesto de Breivik, y si esto contribuye a cumplir el objetivo primordial del asesino. Preguntas como qué significa la ironía de que hayan echado la culpa a fundamentalistas musulmanes del ataque en los primeros minutos después del bombazo y que luego la realidad se haya impuesto para demostrar todo lo contrario.
Pero al final vino Amy, la muerta ideal, a salvarnos de tanta preguntadera. Ella, con su historia de promiscuidad, drogas y libertinaje, se ocupó de dar un motivo de urgencia para los angustiados de Facebook. Es una muerte más asequible, más redonda.
Además tiene más sentido que la muerte de 80 adolescentes a manos de un hombre cegado por el odio. Fue una muerte que vino como consecuencia de excesos y eso le aporta una narrativa de causa-consecuencia que se explota tan fácilmente en las redes sociales.
No nos gusta hacernos preguntas, eso está claro. O más bien, no nos gusta hacernos preguntas cuyas respuestas no conocemos de antemano. Por eso hay tanta gente que detesta las películas de Julio Hernández.
Recuerdo que cuando fui a ver Gasolina, todo iba bien hasta que los patojos que hacían reír al público con sus palabrotas quemaron al atropellado. Entonces cayó la pregunta: ¿soy yo ese? Sí, ese que habla igual que el protagonista de la película, ¿sería capaz de hacer eso o al menos irme huyendo después de atropellar a alguien?, ¿somos esos?, ¿somos un pueblo que soluciona sus problemas pegándoles fuego, sean basura el 7 de diciembre o personas cualquier día que se nos antoje?
Son películas que nos obligan a preguntarnos quiénes somos, que nos fuerzan a tomar postura y cuestionar qué pensamos del otro, de la sociedad, de nuestras convicciones y de… ¡ay!, pero eso es tan cansado.
Preguntas que es mejor no hacerse, como cuando uno deja de ser adolescente y deja de preguntarse “quiénes somos, adónde vamos y para qué estamos acá” y comienza a vivir tranquilo. Encuentra su luz interior.
Es mejor buscar cosas que nos hagan felices, descansar en los brazos del dogma y encontrar motivos para reforzar lo que ya creemos de antemano. Buscar la luz interior, dicen algunos. Y saber que las cosas malas les pasan sólo a quienes las merecen.
A mí es que me encanta perder el tiempo en idioteces.
Y allí estaba yo, buscando cosas que me hagan feliz, como escuchar que Rafa sacó 100 en una tarea que hicimos juntos por internet. O sentir el vaho húmedo de la tormenta, cómo el viento lanza los diminutos granos de arena para que te muerden la cara… El último rayo ilumina la noche y te muestra que la tormenta está tan cerca que puedes ver las gotas. Y en ese momento, en esa pequeñísima fracción de segundo en la que la centella revela la magnitud de la tormenta, que anuncia que dentro de nada estará descargándose con toda su fuerza, mientras cojo la cámara y salto dentro del carro tengo tiempo para maravillarme de la tormenta, de los truenos, del desierto y hacerme una que otra pregunta.