Cuenta Enrique López Castellón en el prólogo que realiza a El diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, algunos pasajes de la vida de este controversial autor. Nacido en Ohio en 1842, Bierce creció durante el auge demográfico de la primera mitad del siglo XIX en Estados Unidos provocada por la emigración y elevada natalidad en los primeros años de aquel siglo.
Descendiente de colonos granjeros de Nueva Inglaterra del siglo XVII y de familia numerosa, nuestro particular autor vivió la expansión territorial de Estados Unidos hacia tierras que fueron de México (Oregon y Texas), y el auge de infraestructura y comunicaciones, como el surgimiento del ferrocarril, la navegación a vapor, el telégrafo, la maquinización de la agricultura y la publicación de periódicos accesibles a la mayoría de la población. Además, la profundización de las diferencias entre el norte industrial y el sur agrícola que contenía la esclavitud y que desató la Guerra de Secesión. Bierce participó a lo largo de ese conflicto en el regimiento Indiana, situación que signaría fuertemente su carácter por el resto de la vida.
Terminada la guerra, siguieron años de corrupción y especulación. Luego vendría el apogeo de la explotación de recursos minerales, la creación de un mercado interno de alcance continental, acumulación de capital, proteccionismo aduanero y préstamos de capital extranjero. Liberalismo económico, en pocas palabras. Asomaban sus albores la cultura de masas y la Primera Guerra Mundial. Ambrose viajó a México y se incorporó a las filas del ejército de Pancho Villa en la guerra contra el general Victoriano Huerta. Para esa época ya publicaba en periódicos sus mordaces escritos, de los cuales, en 1911, saldría a la luz esta obra que nos ocupa y que tiene sus inicios en 1875 llamada en ese entonces El Diccionario del Demonio.
Sin duda, en estas líneas como en otros de sus trabajos, Bierce logró externar toda aquella opresión vivida durante la infancia y la juventud. El peso del calvinismo practicado por su familia en un entorno de aguda pobreza, la crudeza de la guerra y su desencanto con las relaciones humanas, definitivamente le imprimieron un fuerte y controversial resentimiento hacia el mundo.
De esa manera, el polémico libro fustigaba las creencias, la hipocresía y los actos de los personajes famosos del momento. Sus aforismos cuestionaron esas construcciones de ídolos expresadas en la falsa creencia de que el mundo es como el ser humano lo percibe con su temperamento y sus disposiciones; desnudó la falsedad de lo que denominaba “la plaza pública”, es decir, las mentiras consoladoras que nos cohesionan y nos hacen sentirnos seguros; y las contradicciones de la ciencia y la filosofía. Todos estos elementos pensados por Bierce como el conglomerado de los engaños que deben desenmarañarse sin tapujos.
Adscrito a ese afán de deconstruir los discursos y acciones del teatro de la vida propuesto por Bierce, cuya técnica no data de su época sino de tiempos de la importante ciudad asiria de Nínive, hoy Mosul, Irak, me tomo la libertad de citar parte de sus sentencias. Por esta ocasión serán solamente incluidas algunas contenidas en las primeras tres letras del alfabeto. Dependiendo de qué tan necesitados nos sintamos de más aforismos para exorcizarnos mediante el sarcasmo, compartiré otras en los próximos artículos.
Es conducente aclarar que aunque tales sentencias hayan sido redactadas en una temporalidad un tanto lejana, sus formas, como herramientas de reflexión y comunicación, más los profundos contenidos en cuestión, no son exclusivos de una temporalidad determinada.
Sean, pues, aquí, varias de las provocadoras frases de Bierce.
“Absoluto, adj. Independiente, irresponsable. Una monarquía absoluta es aquella en la que el soberano hace lo que le place, siempre que agrade a los asesinos. No quedan muchas: la mayoría han sido reemplazadas por monarquías limitadas, donde el poder del soberano para hacer el mal (y el bien) está muy restringido, o por repúblicas, donde gobierna el azar.
Adoración, s. Testimonio que da el Homo Creator de la sólida construcción y elegante acabado del Deus Creatus. Forma popular de humillación que contiene un elemento de orgullo.
Aire, s. Sustancia nutritiva con que la generosa Providencia engorda a los pobres.
Aplauso, s. El eco de una tontería. Monedas con que el populacho recompensa a quienes le hacen reír para luego comérselos.
Arena, s. En política, ratonera imaginaria donde el estadista lucha con su pasado.
Autoestima, s. Evaluación errónea.
Bandera, s. Trapo de colores que alza un ejército o que izan en cuarteles o en barcos. Parece servir al mismo propósito que esos carteles que se ven en Londres junto a los solares abandonados que dicen: Se admite basura.
Baño, s. Especie de ceremonia mística que ha sustituido al culto religioso. Se ignora su eficacia espiritual.
Bestia, s. Miembro de la dinastía reinante en las letras y la vida. La tribu de los Bestias llegó con Adán, y como era numerosa y fuerte, infestó el mundo habitable. El secreto de su poder es su insensibilidad a los golpes; basta hacerles cosquillas con un garrote para que se rían con una perogrullada. Originariamente, los Bestias procedían de Beocia, de donde los desalojó el hambre, pues su estupidez esterilizó las cosechas. Durante algunos siglos infestaron Filistea, y por eso a muchos de ellos se les llama filisteos hasta hoy. En la época turbulenta de las Cruzadas salieron de allí y se extendieron gradualmente por Europa, ocupando casi todos los altos puestos de la política, literatura, la ciencia y la teología. Desde que un pelotón de Bestias llegó a Norteamérica en el Mayflower, junto con los Padres Peregrinos, su proliferación por nacimiento, inmigración y conversión ha sido rápida y constante. Según las estadísticas más dignas de crédito, el número de Bestias adultos en los Estados Unidos es apenas menor de treinta millones, incluyendo a los estadísticos. El centro intelectual de la raza está en Peoria, Illinois, pero el Bestia de Nueva Inglaterra es el más escandalosamente moral.
Bruto, s. Ver Marido.
Cadete, s. Caballero militar con pocos años que dentro de diez puede hacer temblar al mundo y degollar pueblos enteros.
Calvo, adj. Quien está privado de cabello, por accidente o por herencia… nunca por la edad.
Campaña electoral, s. Período durante el cual hay gente que se sube a un podio para decir que fulano es un genio y mengano un imbécil.
Candidato, s. Caballero modesto que renuncia a la distinción de la vida privada y busca afanosamente la honorable oscuridad de la función pública.
Caridad, s. Noble impulso del corazón que me lleva a perdonar a otros los pecados y vicios que practico yo.
Catecismo, s. Conjunto de adivinanzas teológicas, donde las dudas eternas y universales se resuelven con respuestas concretas y tajantes o con evasivas.
Cementerio, s. Paraje suburbano aislado donde los deudos dicen mentiras, los poetas dedican sus versos a una víctima indefensa y los marmolistas hacen apuestas sobre la ortografía.
Cerebro, s. Aparato con el que pensamos que pensamos. Lo que distingue al hombre que se contenta con “ser” algo, del que quiere “hacer” algo. Un hombre con mucho dinero, o de posición prominente, tiene por lo común tanto cerebro en la cabeza que sus vecinos no pueden mantener el sombrero puesto. En nuestra civilización y bajo nuestra forma republicana de gobierno, el cerebro es tan apreciado que se recompensa a quien lo posee eximiéndole de las preocupaciones del poder.
Circo, s. Lugar donde se permite a caballos, ponis y elefantes contemplar a hombres, mujeres y niños haciendo de payasos.
Comercio, s. Especie de transacción en que A roba a B los bienes de C, y en compensación B sustrae del bolsillo de D dinero perteneciente a E.
Conversación, s. Feria donde se exhibe la mercancía mental menuda, y donde cada exhibidor está demasiado preocupado en exponer sus propios artículos como para observar los del vecino.
Crítico, s. Persona que se jacta de lo difícil que es satisfacerlo, porque nadie pretende hacerlo.
Cuartel, s. Edificio donde los soldados disfrutan de parte de lo que profesionalmente despojan a otros.”
Para finalizar, sálvese desde nuestro entendimiento la contextualización correspondiente de lo leído, especialmente por la coyuntura que nos apremia con personajes y situaciones similares a nuestro entorno y como parte de nuestra historia, sea local, nacional o regional.