9:37

Autor: Juan Carlos Llorca jcllorca@gmail.com

Estoy en Sunland Park, Nuevo México, cubriendo la enésima reunión del concejo municipal para designar a un nuevo alcalde. La historia, de tan triste, resulta cómica pero a mí no me hace ninguna gracia estar un viernes a las ocho y media de la tarde esperando que esta gente resuelva sus diferencias.

Hace calor, desde hace unas semanas la primavera no es más que un recuerdo y ha comenzado la época de sudar la gota gorda. Y allí estoy yo, bajo el sol de finales de abril esperando a ver si por fin designan a un alcalde.

El alcalde electo está preso como con 20 acusaciones de fraude, extorsión, mal manejo de fondos públicos y otros delitos. Entre las cosas que le endilgan está haber participado de alguna forma en contratar una stripper para que fuera a hacerle un lapdance al principal contendiente y grabarlo en vídeo con el objeto de presionarlo para que dejara la candidatura.

Y, mientras, la alcaldesa interina trata de dirigir el cabildo con un inglés chapurreado que provoca las burlas de algunos concejales que, quién sabe si por joder o por vergüenza, tratan de enmascarar el denso acento neomexicano con rebuscados giros de lenguaje.

No hay forma de que puedan poner un nuevo alcalde. Habían logrado designar a uno, un chavito de 24, 25 años que llegó el día que estaban haciendo las entrevistas para jefe del municipio con un currículo y un tacuche bien planchado.

No estuvo difícil: sus contendientes eran el alcalde preso que mandó a su abogado a pedir que lo consideraran para alcalde y la alcaldesa interina que cuando dieron la palabra a los residentes tuvo que aguantarse que una docena de vecinos del pueblo le dijeran que es inculta, poco preparada y hasta traidora porque estuvo en el equipo del candidato de la desnudista y luego se la jugó para hacerse con el interinato.

Al final el muchacho quedó designado por el concejo pero sólo fue alegrón de burro. A los dos días aparecieron unos vecinos que dijeron que ellos querían haberse postulado pero como no había espacio en el salón no los dejaron entrar.

Y por eso estamos ahora, en el patio de la municipalidad, justo a la orilla del Río Grande escuchando a la alcaldesa interina hacer un intento desesperado por impedir que los otros concejales designen al muchacho.

Son casi las nueve y el sol está a punto de caer e inunda todo por unos minutos con una luz naranja que te hace pensar que las cosas no son tan malas, que todo puede tener solución.

Puede que sea la luz naranja o puede que de verdad las cosas han comenzado a ir mejor. Mientras unos policías de la ciudad sacan arrastrada a una de las vecinas que comenzó una pelea con otra residente del pueblo hago una foto y sigo pensando que aún estas viejas que se gritaban barbaridades se miraban apacibles bajo la luz del atardecer. O puede ser que las cosas comienzan a ir mejor.

Después de quince meses en este apartado rincón del desierto, por fin siento que he comenzado a llegar. Me encanta la casa donde estoy viviendo, me compré una bicicleta en la que voy a todas partes cuando las tormentas de polvo lo permiten -ayer casi me tumba una ventolera- y siento que encontré un ritmo que me acomoda.

Ah, y el lunes mi jefe me anunció que me gané un premio para la nota de la semana de AP en todo el país.

El premio en efectivo es simbólico y tampoco me engaño, hubo muchas mejores historias que la mía esa semana, pero no deja de ser bueno para el ánimo y la relación con los jefes haber traído el premio a Texas.

Como dije, siento que por fin estoy comenzando a arribar, a sentirme, si no en casa, por lo menos no me siento fuera de mi elemento.

Y por si eso fuera poco, en cuatro días iré a ver a mi familia en Indiana y en ocho semanas vendrán los chicos a pasar diez días conmigo. Aún no tengo el plan, pero estoy dispuesto a no desaprovechar el verano este año.

Mientras los policías terminan de sacar a la señora de la reunión el sol termina de ocultarse y solo queda ese resplandor naranja en el horizonte mientras manejo de vuelta a casa. Lo más seguro es que no llegue a tiempo para ver el atardecer desde la ventana de mi cuarto así que me detengo a la orilla del camino y compro una botella de agua. Si fuera acompañado, quizá persuadiría a mi acompañante de ir a uno de esos bares mexicanos que hay en Doniphan, una calle que corre paralela al río, y tomarnos una cerveza helada.

Vuelvo a casa, preparo la cena y sigo sudando la gota gorda. Entre el calor acumulado del día, el sol de la tarde que pega de lleno sobre el costado suroeste de la casa y la estufa, el ventilador no se da abasto.

Destapo la única cerveza que me queda, un tall boy de Budweiser, y comienzo a refrescarme. Estoy lo más a gusto que he estado en meses desde que llegué.

El sol de la tarde ya no baña de naranja las casitas del barrio juarense que está al otro lado del río y podría decir que sin el sol de la tarde las cosas ya no se ven tan bien. Pero acaba de salir la luna, la Super Luna. Está gigantesca y parece como esas lunas irreales de las películas, ahí colgada sobre Juárez.

Trato de pensar en qué haría más perfecto ese momento. La lista es interminable, así que descarto la idea. Termino de vaciar el tall boy  en un vaso y me dispongo a cenar.

scroll to top