Votantes mutantes

Sin haberse consultado nunca, dos amigos de juventud votaban siempre con el mismo patrón desde aquel ya lejano 1985 en que lo hicieron por primera vez: en la primera ronda por lo más a la izquierda de la oferta electoral, mientras en la segunda anulaban el voto —en más de alguna ocasión haciéndoselo ver a la respectiva mesa electoral, explicitando su protesta.

Su argumento (sólo compartido luego de varios de aquellos ejercicios, y no sin las vaguedades que corresponden a las charlas de sobremesa, especialmente cuando son tan apasionadas como las políticas) era que debían contribuir a visibilizar las opciones más cerca de lo que consideraban un cambio radical («revolución» continuaría siendo, aunque implícito, su horizonte de comprensión política), y a la hora de la dizque elección final dejar claro que pensaban que las opciones ofrecidas eran en realidad lo mismo: nulas.  Al principio también pesaba lo de que un voto destruido no sería fácilmente usado en un fraude.

No fue sino hasta la última elección que ambos decidieron, cada cual por su lado, romper el esquema y votaron en segunda ronda por quien un tanto tardíamente —mas no sin algunos antecedentes que le respaldaran— declaraba con vehemencia representar una opción socialista.

Casi cuatro años después, y luego de haberse espetado mutuamente arengas pro y contra la nueva candidatura de la opción dizque socialista y pro y contra una de las diputadas de oposición (supuestamente izquierdista) demás crítica voz contra los programas sociales, todo indica que ambos se vuelven a decantar por el primer esquema ensayado, por lo menos en cuanto a la anulación del voto. Uno, no exento de la fobia de moda, el otro desencantado y cansado del sistema entero de la democracia electorera, vista su farsa y cinismo frente a las fuerzas de la muerte.

De acuerdo con un análisis (Édgar Gutiérrez, elPeriódico 14 de abril) acerca de una encuesta socio-electoral recientemente publicada, con todo y su ideología progresista, quizás estos dos votantes sólo delatan su procedencia, su etnicidad y su clase social: urbanos, ladino-mestizos de clase media.  ¿Vampiros que no logran verse en el espejo de la disputa electoral y que quedan condenados a la oscuridad de lo que no cuenta ni vale en aquella o de lo que no puede ni quiere ser registrado por la luz de sesudos análisis?  ¿Por su parte, qué ve, qué representa y a qué apuesta el resto de la población, clases pobres, ricas, indígenas y rurales, supuestamente ya decididas —a qué, con base en qué criterios, principios, intereses, cálculo de riesgos?…

El análisis aludido se sorprende de la indecisión de la ciudadanía que considera que fue “la columna vertebral de la lucha por la democracia” el siglo pasado.  Ahora se lamenta de su desmovilización y falta de “reflejos electorales, pero, sobre todo” de su carencia de proyecto.  Quizás ha aprendido de la historia.  ¿Será su proyecto uno de conciencia crítica —que siempre se sentirá como desde un cierto lado oscuro— contra los proyectos electoreros o llanamente demagógicos, demasiado indulgentes con la muerte, la violencia, la prepotencia, la corrupción, la ambición, el descaro, el mercantilismo?

Quizás ha sucumbido a la historia.  Como dicen que sucede con los vampiros, ¿habrá pactado con poderes verdaderamente oscuros, ocultos, una muerte con apariencia de inmortalidad, engaño del mínimo de conciencia de un «zombismo» gótico-romántico, de un hedonismo sanguinolento?

Autor