El silencio era en parte de atenta escucha a la forma como lo presentaba la prensa y en parte de sorpresa ante la marcha de protesta, pues estos hechos son frecuentes y en general recibidos con indiferencia. Además, no era un caso fácil de presentar, como no lo son los otros que han llamado la atención de la prensa y las autoridades.
Desde cierto punto de vista, el asesinato parece sacado de las series policivas norteamericanas de “Law and order,” en las que la violencia viene de la mano de individuos inhumanos. El asesino es entonces una persona con un desorden moral tan grave, e incurable, que puede, o no, significar su incapacidad para dimensionar el horror del que es responsable. En la televisión, que es tan simplista como sesgada a favor de la ideología conservadora, la solución es el castigo ejemplar. Sin embargo quienes preferimos la prevención al castigo, entendemos que no es suficiente. En este caso, como el de otras personas con incapacidad para sentir compasión y conmoverse ante el dolor ajeno, hay una responsabilidad de la sociedad (y del Estado), de detectarlos y atenderlos desde niños, para estimar desde muy temprano si deben, o no, ser institucionalizados.
Sin embargo, es claro que la inhumanidad de algunos individuos no explica todos los males, y mucho menos la violencia contra las mujeres. Por lo general esta se entiende mejor como una violencia cometida por personas que han aprendido que la pertenencia al grupo social, y la propia importancia en el grupo, requiere controlar o reprimir la compasión, y entenderla como una debilidad. Son personas que por lo general viven situaciones cotidianas que incluso alientan el dar rienda suelta a la propia capacidad de degradar al otro, en especial a los más débiles, y las mujeres, como objeto predilecto de agresión.
La mayor parte de la violencia contra las mujeres es cometida por hombres, y por hombres “comunes y corrientes” que viven en estas circunstancias familiares y sociales y que en consecuencia aprenden a humillar y degradar al débil y a reprimir la compasión. Pero requiere además que las personas acepten un sentido común que les dice que hay mujeres que les pertenecen a unos hombres, y que ellos son quienes tienen la potestad de castigarlas cuando ellas transgreden las normas que ellos mismos les imponen. Así, cuando hablas con ellos, sus razones sorprenden por lo similares: castigaron a sus mujeres porque no cumplieron sus roles domésticos, porque no cumplieron correctamente el papel de esposa o madre, porque exigieron comportamientos de los hombres a los cuales ellas no tienen derecho.
Esta cultura es como gasolina al fuego del enajenado mental que entiende cualquier mujer como propia, cualquier desplante como una transgresión.
Pero castigar a todos los asesinos no cambia la autorización básica que permite la violencia, pues se castiga a individuos que “se pasan” de lo autorizado, pero no se cuestiona la regla.
La pregunta es entonces, ¿contra qué se indigna la prensa y contra quién protestan las marchas?
En la prensa, la mayor parte de quienes escriben piden el castigo ejemplar, pero no el cambio de estructuras mentales que a menudo comparten (que las mujeres son de alguien más, y que ese alguien más es encargado de “disfrutarlas” y si hace falta, de controlarlas y disciplinarlas).
En las marchas en cambio, abunda la mirada feminista que sueñan con el cambio de la cultura y de las circunstancias “normales”.
Castigar al asesino es sin duda justicia.
Pero cambiar la cultura de un país es la utopía con la que de verdad vale la pena soñar, y una causa, creo, más poderosa para salir a marchar.