Violencia (IV)

Hemos establecido en las columnas pasadas algunos elementos analíticos, así como identificado otros referentes históricos que nos permiten comprender la complejidad de abordar la discusión sobre la violencia.

En primer término, se ha podido tomar distancia del enfoque dominante en la sociología y ciencias políticas liberales que parten del establecimiento de una distinción entre violencias legítima e ilegítima, dependiendo de su relación con el Estado.

Con las referencias hechas a Francisco de Vitoria observamos que el debate por la legitimidad está atravesado en principio por las posibilitantes de legitimación en el uso de cierta violencia. De ahí que las teorías sobre la guerra justa se conviertan en un elemento constitutivo de la modernidad. Sin embargo, con la reflexión que se desprende de Bartolomé de las Casas, tuvimos también la oportunidad de proponer que la violencia puede ser un objeto de disputa en el marco del desarrollo de estrategias de poder que permitan el funcionamiento de un sistema de dominio a largo plazo.

En ese sentido, la violencia no es únicamente un burdo instrumento de sometimiento y/o eliminación del adversario, que sería el caso de una guerra abierta en la que se busca la muerte del enemigo. Es decir, aunque muchas veces el elemento legitimador de la violencia se mantenga intacto, la violencia también puede ser dosificada en el marco de un cálculo político más complejo. Esa es precisamente la dialéctica establecida entre la máxima de dominio que Vitoria retoma de Aristóteles (algunos son siervos por naturaleza, para quienes es mejor servir que mandar) y la estructura del pueblo colonial potenciada por el modelo de “protección” de los indios propuesto por Bartolomé de las Casas.

La reducción de la población indígena a los pueblos podría encontrar una explicación en términos administrativos y económicos bastante clara: la recaudación en especie y moneda, así como el sistema de repartimientos. Los pueblos, sin embargo, cumplían una función política que excedía las fronteras del cálculo meramente económico.

Los niveles de explotación y abuso durante los siglos de colonialismo español mantuvieron a las poblaciones indígenas en un estado de radical agobio. Ya que es fácil imaginar una sublevación generalizada para liberarse del “mal gobierno” representado por el régimen colonial, la pregunta necesaria es ¿cómo fue posible que tan pocos españoles y criollos dominaran a tantos indígenas? 

Severo Martínez propone una hipótesis interesante (que da sentido a una de varias posibles respuestas). La violencia del indio, como él la llama, formaba parte de una fina razón política relacionada con el funcionamiento de los pueblos. Se calculaba la relación establecida entre el miedo a la magnitud de la violencia colonial y los límites de aguante de los indígenas.

Para ello, era fundamental mantener el aislamiento en el que se encontraban estas poblaciones y las estructuras jerárquicas mediante las que se alcanzaba la reclusión del indio. El gobierno localizado en autoridades específicas en cada pueblo, que respondía a autoridades regionales (casi siempre ausentes de las dinámicas locales), permitió que el descontento se canalizara contra las autoridades inmediatas: el cura o las autoridades indígenas (de por sí, la mayoría de amotinamientos se dirigía contra estas últimas).

Las causas de la violencia de indios se encontraban regularmente en algún reclamo puntual, relacionado por ejemplo con abusos cometidos por parte de dichas autoridades. Esta violencia, en consecuencia, en la mayoría de los casos es comprendida como motines y/o tumultos, ya que no se dirige contra las condiciones que hacían posible los abusos, sino contra situaciones coyunturales concretas representadas por autoridades aisladas. De ahí que pueda considerarse que la violencia de indios operaba como una válvula de escape que permitía mantener la estabilidad estructural de la Colonia y que, por lo mismo, era funcional a las lógicas hegemónicas de poder.

En palabras de Severo Martínez: “El régimen sabía que los explotados se mantenían muy cerca del límite de aguante y que lo rebasarían de tiempo en tiempo, necesariamente, en sucesivas crisis de violencia por exasperación. Pero las mencionadas crisis (…) no podían generar más que violencia rebelde muy débil, local, aislada, improvisada, apolítica, fácilmente controlable con los recursos represivos organizados por el régimen colonial para ese fin. (…) Desde el punto de vista de las clases dominantes (…) un motín era un brote de violencia desesperada pero no inesperada; violencia impotente que tenía que ocurrir y frente a la cual se sabía perfectamente lo que había que hacer: reprimirla con prontitud y rigor, reestablecer la autoridad y los sistemas de explotación normales, causar un efecto de disuasión en el pueblo amotinado”.

Nos damos cuenta con esto que la violencia, incluso cuando es rebelde, puede formar parte de sofisticadas lógicas de dominio, sin cumplir únicamente fines represivos. No está de más preguntarnos entonces, ¿qué tanto sigue operando esto como parte fundamental de la razón de Estado en el siglo XXI? Da la impresión que la función política de la violencia de indios aún es constitutiva en el diseño de estrategias de poder del “mal gobierno”. 

Autor