Todos escuchamos en perfecto silencio al tribunal. Solo el sonido de las cámaras de los fotógrafos, nacionales e internacionales, que acudieron a escuchar el fallo se podía oír. Las ganas de aplaudir y gritar de los sobrevivientes y activistas tuvieron que esperar a que el tribunal terminara de leer el fallo. También tuvieron que esperar los familiares de los acusados para llorar, desmayarse y reclamar al tribunal.
Como en todo, había dos grupos: los que estaban en contra de los militares y los que estaban a favor, y estos eran los menos. También faltaron a la cita los viejos militares de Avemilgua; muchos de ellos también participaron en el conflicto armado y sus excesos. Ellos habían acudido a algunas audiencias, incluso el primer día del debate abuchearon al embajador de Estados Unidos cuando entró a la audiencia, pero no llegaron a escuchar la sentencia.
Me quedé pensando en los de en medio, los hijos de las víctimas y los hijos de los victimarios. Me conmovió muchísimo ver a una mujer mayor e indígena llorar por sus familiares muertos y porque 29 años después, al fin, encontró un poco de justicia. Para los testigos de la masacre ha de haber sido tan importante poder ver a la cara a los victimarios, poder decirle al tribunal qué pasó y cuánto dolió lo sucedido, para cerrar una parte de la herida, que al menos 29 años después una autoridad les creyera.
Pero también sentí tristeza por los hijos de los militares que estaban en el lugar. Escuchar que tu padre ha sido el responsable de torturar hombres, matar niños, violar mujeres embarazadas, robarse las pertenencias de personas muertas y desaparecer del mapa geográfico una comunidad entera, como lo dijo el tribunal, ha de ser horrorizante, traumático.
Me exaspera cuando algún joven dice que dejemos atrás la guerra y lo que pasó y sigamos adelante. Claro, cuando no es tu dolor ni tu tristeza hay que seguir adelante, pero cuando es la propia entonces sí se vale decir que mueran mareros, delincuentes y que fusilemos a todos.
Los hijos de los procesados, en su mayoría jóvenes, lloraron y se enojaron muchísimo al escuchar al tribunal sentenciarlos a tan larga condena. “Serán solo 50 años los que tengan que cumplir y es que no podemos dejar pasar que fueron 201 personas muertas”, dijo la jueza Yazmin Barrios, al aclararle a la audiencia que la sentencia es simbólica, pues el Código Penal solo permite imponerles 50 años como máximo en prisión.
Cada vez que se hace justicia a una víctima todos ganamos. Recientemente, estuve en una aldea en Quiché y vi que hacen falta tantas sentencias, hacen falta que tantos paguen por los crímenes que se cometieron en la guerra. Y mientras ocurre las comunidades siguen estando iguales, siguen viviendo en completa pobreza. Ni siquiera la experiencia de guerra tan cruel ha logrado cambiar las condiciones de vida de tanta gente.
¿Qué le ofrece tanto político que hoy invade y nos distrae de las situaciones reales, a tantas víctimas no solo del genocidio ocurrido en este país, aunque Otto Pérez Molina diga que no ocurrió porque él fue parte de la guerra, sino a todos los que hemos sido víctimas de la delincuencia y la violencia en Guatemala?
Un simple y vacío anuncio de televisión “del país que quiere” no es la respuesta que espero. Quiero saber cómo van a hacer para que cada víctima de este país tenga la fuerza para seguir adelante, crea en el sistema y piense que aquí sí se puede vivir.