No es solo la belleza del paisaje. Las dimensiones del cañón son, en sí mismas, avasalladoras. Quizá eso es lo que más subyuga la imaginación. Y allí estoy yo, unos 20 minutos después de haberme plantado en la orilla del precipicio a perderme en esa inmensidad, cuando me distrae un ruido, un griterío, como si hubieran soltado un perro rabioso en un gallinero.
Es una familia de españoles -estaba atascado de españoles y holandeses el cañón este fin de semana- que discute sobre el estado de salud de una de las ardillas que corren libremente cerca de la zona de restaurantes del parque.
Él, un gordazo de unos 50 años. Tiene la sombra de una barba de día y medio, esa barba que de tan española, Quino se la pintó al papá de Manolito. El hombre lleva una camiseta del Barsa tan ajustada que pareciera como si le hubieran pintado las rayas blaugrana sobre la enorme barriga. Ella es una maruja con todas las de la ley. Les sigue además una hija que da toda la impresión de ser parte de la banda de las hijas de Zapatero.
La conversación iba más o menos así.
-Írala, írala, mira la ardilla Inacio, mira que tiene una enfermedad. La ardilla está enferma, írala, que está tóa enferma de la piel.
-¡Que no, Maripuri! Que no está enferma, mírala cómo se trepa a los árboles -decía el fan barcelonista con cara de resignación, la mirada perdida en el infinito.
-Que sí, que sí. Lo que yo te diga, Inacio. Lardilla está enferma. Tiene una enfermedad. Esa ardilla está enferma.
-Que noooooo.
-Mirale la espalda, que tiene unas manchas mu feas.
-Maripuriii, que hay muchos tipos de ardillas.
-Que no, Inacio, que lardilla está muy enferma. Esa ardilla tiene psoriasis.
-¡Jo, mamá! -dijo la niña ya desesperada por lo que a todas luces era una vacación repleta de conversaciones como esta.
La ardilla con psoriasis desaparece entre unos pinos que parecen surgir de entre las rocas de las paredes del cañón y la familia sigue el sendero hacia la siguiente atracción. Mientras se alejan, aún oigo la cantaleta… questanferma lardilla, Inacio… lo que yo te diga… quesun cancer, que ya lo tengo visto…
Los turistas españoles y el rumor de su incesante discusión se pierden entre la muchedumbre de visitantes al parque nacional y nosotros seguimos absortos por la belleza del paisaje.
Intento imaginarme qué habrán pensado en 1540 los otros españoles, los primeros que llegaron a esta tierra, cuando, de pronto, luego de cruzar un mar de pinos, se toparon con ese abismo pintado de colores imposibles.
Luego de un largo paseo en bicicleta y una siesta a la orilla del precipicio, es hora de emprender el camino de vuelta al centro de visitantes. Vamos volando, cuesta abajo, huyendo de una tormenta que amenaza con mojarnos hasta la ropa interior o, en el peor de los casos, achicharrarnos con uno de los rayos que descargan toda su furia en la orilla norte del cañón.
Paro un momento a sacar una última foto de la tempestad. I. se adelanta. “Ay me alcanzás”, me dice y se va a toda prisa por el sendero. Clic, clic, clic y me pierdo un rayo que ilumina de pronto las nubes que avanzan minuto a minuto hacia este lado del abismo. No hay tiempo de esperar una nueva oportunidad y parto, pedaleando a todo pulmón.
No he recorrido doscientos metros cuando me encuentro un grupo de turistas auxiliando a otra turista a quien no le dio tiempo de frenar en una curva. I. está veinte metros antes, entre la maleza. Al parecer tampoco le dio tiempo de frenar y siguió de largo hasta que un pino se interpuso en su trayectoria.
Se sacude el polvo, los trozos de rama y las hojas y seguimos camino mientras las gotas comienzan a salpicar todo alrededor de nosotros. Llegamos al carro y apenas tenemos tiempo de subirnos antes que se descargue toda la fuerza de la tempestad.
Partimos hacia el centro de visitantes y de camino nos topamos con un wapití. Tiene parado el tráfico en ambos sentidos. Más bien, el animal está comiendo las plantas del arriate central y hay unos japoneses disparando sus camaras frenéticamente sobre el animal.
Quizá por coincidencia, en ese momento recibo un correo del departamento de información pública de Naciones Unidas. Han hallado al fotógrafo que tomó la foto de “El Hombre de Guatemala”. También es japonés.
Se llama Yutaka Nagata y tomó la foto en 1971. Con el otro bloguero de PzP, Julio Prado y otras personas, tenemos la inquietud de hablar con el “Hombre de Guatemala”. Ese homo guatemalensis, cuya imagen sonriente con el machete al hombro viaja a miles de kilómetros por hora en medio de la inmensidad del espacio interestelar a bordo del Voyager I.
En mi solicitud al departamento de relaciones públicas de la ONU, organización a quien la NASA acredita la foto, describí al Hombre de Guatemala como alguien perteneciente a las clases más desfavorecidas de Guatemala, probablemente un cortador de caña, ya que tiene un machete y una vara que se usan para juntar la caña en haces antes de darle un machetazo.
Y una vez más fui víctima de mis prejuicios.
Resulta que el hombre de Guatemala no es cortador de caña, vamos que ni es de Guatemala.
Es un jornalero que fue retratado por Yutaka Nagata en Nicaragua como parte de un informe sobre la posibilidad de invertir en el sector forestal. Al la luz de lo presente, el Hombre de Guatemala más bien debería ser el Hombre de Nicaragua.
Pero ya es tarde. Es una de esas fe de errata que no se pueden publicar. El día que la nave espacial sea hallada por alguna civilización extraterrestre pensarán que los guatemaltecos son así como ese muchacho que los interpelará, sonriente, con un machete en el hombre. Y no sabrán que también hay otros guatemaltecos, más blancos, más sonrientes aún que posan en fotografías anunciando la “nueva Guatemala“. No sabrán que Andrés Castillo piensa que todos los guatemaltecos son iguales y que no es necesario reconocer la existencia de los pueblos indígenas ni sus idiomas en la Constitución.
Cuando el Voyager aterrice en algún planeta distante, seguramente el Hombre de Guatemala habrá muerto -si es que aún vive-, no quedará recuerdo alguno de la inconmensurable mezquindad del hombre que quiere hacernos creer que todos los guatemaltecos son “iguales” y hasta el probable que cañón haya terminado de erosionarse por completo.
Allí estará el Hombre de Guatemala, avergonzando a todos los chapines que se escandalizan cuando los documentales muestran un país con chozas y niños desnutridos. Lástima que no podrán aclarar, como hacen en Europa o Estados Unidos, que también hay lugares bonitos como la Zona 10 o la Cañada.
Hemos hecho un pacto con I. de no hablar de Guatemala mientras esté acá, ni siquiera mencionar el nombre del país. De no sacar comparaciones y disfrutar el viaje sin imaginarnos cómo sería lidiar con hoteleros, funcionarios públicos y restauranteros en el otro lugar. Afortunadamente, el pacto no aplica a este espacio.