La canción You Shook Me, de Led Zeppelin, me sirve de fondo para una lectura de los eventos del Ecuador, que desde la elección de Lenín Moreno han tenido un desarrollo vertiginoso.
Moreno estaba llamado a jugar el papel de la continuidad, algo así como un Dmitri Medvédev equinoccial, que debía cuidar la silla presidencial hasta el retorno de Correa en 2021, una vez que la reelección indefinida estuviera vigente.
Para garantizar que las políticas de Correa siguieran siendo aplicadas, dos elementos funcionaban como salvaguardias: la presencia de Jorge Glas en la vicepresidencia —también vicepresidente con Correa— y la mayoría legislativa en la Asamblea, que debían avalar el tránsito desde unos resultados electorales controvertidos hacia la estabilización del modelo de la Revolución Ciudadana.
De esta forma, la revolución estaría bajo la tutela de un Correa que, finalizado su gobierno, prefirió vivir en Bélgica, el país de su esposa, pero siempre dispuesto a transmitir feroces sabatinas desde su ático, cuando fuera necesario, o a espiar a Moreno a través de una cámara oculta en el despacho presidencial.
Sin embargo, algo alteró esa hoja de ruta. El ahora exvicepresidente Glas fue destituido. Guarda prisión preventiva por su implicación en la trama de Odebrecht, al igual que su tío, el contacto del Ejecutivo con la compañía. La audiencia judicial en la que compareció por videoconferencia el delator de la multinacional brasileña para señalar fechas y cifras hundió al hombre fuerte de la construcción de infraestructura en la Revolución Ciudadana, que incluye las carreteras de las que presumía la propaganda oficial —omitiendo sus sobreprecios de escándalo— y la refinería que se pagó, pero no existe.
The Immigrant Song suena mientras no puedo evitar una sonrisa amarga al ver a Glas anunciando que acudirá a la CIDH para que se respeten sus garantías en el proceso al que está sometido. Cuanta contradicción en esas palabras. Durante el gobierno de Correa, Ecuador fue uno de los países más empeñados en debilitar el sistema interamericano. La comisión y la corte eran despreciadas en público por el Ejecutivo ecuatoriano, que las presentaba como herramientas concebidas por el imperio para que sus adversarios tuvieran una tribuna desde la cual reclamar garantías como la libertad de expresión o la independencia judicial.
El fondo de mi lectura es The Lemon Song. El furioso blues del tipo que se dice a sí mismo «I should have listened, baby, to my second mind» me introduce en ese contexto anterior a la captura de Glas en el cual la corrupción de la Revolución Ciudadana comenzó a destaparse. El estado de calamidad de las finanzas públicas y la quiebra de los canales de televisión intervenidos por el Estado al inicio de la revolución, así como de la seguridad social y de la Universidad Yachay —la gran apuesta por la educación superior del régimen—, son algunos ejemplos del saqueo del Estado orquestado por las élites revolucionarias, que usaron toda la iconografía de la izquierda continental para hablar de injusticia y pobreza al tiempo que se enriquecían.
Todo esto espera revelaciones en los contratos con Petrochina, que podrían ser el siguiente gran escándalo. Por supuesto, el rocambolesco excontralor que consiguió que uno de los jueces de la revolución condenara a la Comisión Nacional Anticorrupción por atentar contra su honor al señalar sus responsabilidades en el caso Odebrecht sigue prófugo, al igual que otros muchos funcionarios correístas.
Moreno encontró el momento propicio para una ruptura. Al parecer, ha comprendido que su propia supervivencia depende de separarse de la imagen de Correa y de sus estructuras. Moreno ha planteado una consulta popular destinada a remover del ordenamiento jurídico parte de las estructuras pétreas del correísmo: desterrar la reelección indefinida —que Daniel Ortega, Evo Morales y Juan Orlando Hernández han conseguido vía dudosas interpretaciones de las Constituciones de sus países— y el oprobioso Consejo de Participación Ciudadana. Moreno ha realizado también gestos de buena voluntad para con la sociedad civil derogando algunos de los decretos ejecutivos que permitían la criminalización de organizaciones no gubernamentales y de defensores de tierra y territorio.
Dazed and Confused me da combustible para seguir con estas líneas mientras escucho las acusaciones de traición de la feligresía de Correa. Alianza País, el partido de gobierno, se ha dividido en al menos tres grupos, uno de los cuales ha destituido a Moreno de la presidencia del partido.
¿Soplan vientos de cambio en Quito? La respuesta más acertada podría ser: «Parcialmente». La situación se parece a aquella que retrataba ese precursor del grafiti que, después de la independencia de los españoles, anunciaba en las paredes del Quito colonial: «Último día del despotismo y primero de lo mismo».
La versión más preocupante de la coyuntura ecuatoriana la representa la legión de seguidores que comparten el discurso de Correa, que repitió varias veces que las coimas son negocios entre particulares que no afectan al Estado, y que siguen el discurso de la traición de Moreno. La herencia más peligrosa de Correa es, de hecho, la propagación de un credo que justifica, en la falacia de una izquierda construida sin el apoyo de sindicatos y de movimientos indígenas, la normalización del autoritarismo y de la corrupción.
Es previsible que los funcionarios acusados de corrupción den vida a una estrategia de litigio malicioso, ya bien conocida en Centroamérica. Al final se trata de impunidad y de poder con un membrete de una izquierda jurásica que, al estilo de la peor derecha, requiere de la impunidad para existir. Tal vez esto explica por qué, según la declaración del Foro de São Paulo de 2015, promovida por los representantes del Ecuador y de la izquierda guatemalteca, las comisiones anticorrupción son engendros malignos de la intervención imperial.
Kashmir me sirve de imagen de salida a esta, la última maquila de 2017. «Ya vendrán tiempos mejores», dijo Charly García en la despedida de Sui Generis. Hago mía su frase.