Trámites y baladas

Fue en agosto. Hablo del agosto previo a la expiración del Universo conocido, desafío cósmico que arrostramos con danzas regionales. Es decir, hablo de hace algunas hecatombes.

Ese agosto fue hidrofóbicamente partidario de los números altos, se manifestasen en mercurio o en la hipérbole de Times Square, daba igual. El sadismo térmico era muy suyo en todos los baremos. En la escala parroquiana, las glándulas sudoríparas se dejaban medir por una gama diversa de buqués. Promiscuidad del oxígeno, vaya.

Qué calor, dios mío. Y yo preveía diciembre: no en función de que expirase el firmamento con todo y globo terráqueo, sino en función de que expirase mi propia identidad. La identidad autenticada, claro es; la que se formula en pasaporte y licencia de conducir con validez en la imposibilidad guatemalteca. La cédula, reencarnada en DPI, merece párrafo aparte.

Las caducidades tienen la costumbre doméstica de invocarse entre ellas mismas. Y es así como mi doble vencimiento llegó con humedades. ¿Por qué, a ver, por qué onanista razón expiró mi pasaporte en el mismo mes que mi licencia? Ha de ser por obra de esos cataclismos personales que se trazan en la carta astral de cada uno al momento de nacer. Desde luego, esto es más fiable y riguroso que el genoma.

El tema es que pensaba en diciembre porque no era posible, según yo, entrar en el país con un pasaporte expirado, ni conducir con una licencia vencida. Lo de la licencia era aplazable; lo del pasaporte, quizá no tanto. Azares de los días activos arrestaron mi intención de renovar esa libreta de sellos migratorios, de modo que, cuando por fin tuve las horas y la buena voluntad (es un decir), era ya noviembre. Soplaba un viento que te helaba los meniscos.

El Consulado General de Guatemala en Nueva York se sitúa en la arrogancia de Park Avenue, esquina con la calle 22, en el exacto frente de una iglesia presbiteriana, que también puede ser episcopalista o de cualquier otra herejía neogótica. El puesto de Guatemala en la Manzana, decía, viene indicado por tu enseña, pedazo de cielo en que prende una nube su albura. Libre al viento de Manhattan, hermosa bandera: es ver una toalla Hilasal tendida en arena de Escuintla.

Segundo piso. Un recinto digno: lo regenta una corta burocracia. La dama no sonríe ni por lo caro del inmueble. «¿Viene a renovar su pasaporte?» Sí. «¿Tiene DPI?» No. «¿Lo va a sacar ahora que vaya?» Sí. «Allá no están dando pasaportes si no tiene DPI. Si tramita la renovación aquí, vuelva dentro de tres meses. Si no, aquí solo le podemos dar un pase de viajero». Palabras bellas, pronunciadas con ese tono en fa menor de quien aspira a desgraciarte la semana.

Resumen: ahora tengo nuevo pasaporte, señora, y no he corrompido a nadie. Fronteras afuera, la República de Guatemala garantiza que yo soy yo.

Fronteras adentro, tener pasaporte es una caquerada. Lo que cuenta es el DPI, aunque la cadavérica cédula de vecindad goza de tiempos extras. Y asimismo morirá.

Vendrá la balada y tendrá tus ojos, DPI. Cantaré las mañanas pequeñas para despedirme de aquel documento anacrónico donde nos hacían preguntas de gran inspiración fetichista, tales como si teníamos «defectos físicos» o si el cabello nos crecía lacio o crespo, y por poco preguntaban si nos salía caspa y si usábamos champú de zapuyul.

El animal ya no se apoda Leviatán. Se denomina Renap, y es más monstruoso. Millares de buenas máscaras peregrinan hacia él en espera de existir legalmente. Esto ya no es una cuestión administrativa: es una cuestión ontológica.

Actas, partidas, copias, boletos, recibos, papeles, papeles, más papeles. Papeles kafkianos, papeles gentilicios, papeles de China, papeles en su tinta… Papeles con champiñones, papeles al perol, papeles en salsa tártara; en fin, los papeles que uno quiera. Y todo puesto en orden frente al paladar catador de un cancerbero que husmea la mínima carencia para impedir el ingreso de los vivos en el Hades del reparto oficial de ciudadanías.

Así son los inframundos: sus papeles son inmanentes, en tanto cumplen una función sobre todo higiénica para los quelonios que despachan identidades ajenas. Cardoza y Aragón dijo una vez que la poesía era la única prueba concreta de la existencia del hombre. Yo, sin embargo, sospecho levemente que a los personeros del Renap no voy a poder convencerlos de que existo si les llevo un cuaderno de poemas.

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