Terrorismo de Estado

«Maldito sea el soldado que apunta su arma contra su pueblo» (Simón Bolívar).

¿Qué es el terrorismo de Estado? Es la utilización del aparato del Estado —que se supone que es un mecanismo que protege por igual a todos sus ciudadanos— a favor de ciertos grupos de poder. El reconocido jurista español Ernesto Garzón lo define como «un sistema político cuya regla de reconocimiento permite o impone la aplicación clandestina, impredecible y difusa, también a personas manifiestamente inocentes, de medidas coactivas prohibidas por el ordenamiento jurídico proclamado, obstaculiza o anula la actividad judicial y convierte al gobierno en agente activo de la lucha por el poder».

Esto, que sin lugar a dudas constituye un delito (y un grave delito, de lesa humanidad, que debe ser severamente castigado, según muchos juristas), ha tenido lugar en numerosos países de Latinoamérica en estas últimas décadas como parte del combate despiadado contra el comunismo en el marco de la Guerra Fría y al amparo de esa oprobiosa noción llamada doctrina de seguridad nacional, impulsada por Washington y cumplida fielmente por los países del área. Es decir: una frontal lucha contra un enemigo interno. Para el caso, cualquiera que osara levantar la voz contra el orden establecido.

En otros términos, con los impuestos que paga toda la población —en forma directa o indirecta—, fuerzas del Estado, a veces paraestatales (ejército, policía, escuadrones de la muerte), actuaron clandestinamente, con abominables métodos ilegales y muy criticables, para detener avances populares e imponer obediencia ciudadana. Es evidente que se está ahí ante una teratología social, una verdadera monstruosidad, puesto que el Estado —al menos en su declaración constitucional— no beneficia a ningún grupo en particular, sino a toda la población por igual. Pero con el terrorismo que practicó queda al desnudo la verdadera calidad de los Estados, que en realidad no son ese supuesto paraguas que protege a todos sus habitantes, sino, como lo expresara Vladimir Lenin en 1917, «el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase».

Ese juicio y castigo es importante para demostrar que el terrorismo de Estado es una violación de los derechos ciudadanos, pero no alcanza a los verdaderos beneficiados de esas masacres: las clases encumbradas, que siguen intocables.

Con el ejercicio de ese terrorismo, los Estados nacionales —fenómeno que tuvo lugar en toda América Latina, con variantes regionales o locales en cada caso, pero con un patrón como denominador común para todos— se permitieron actuar con la mayor crueldad contra su población civil en beneficio de las clases dominantes. Para ello apelaron a los más despiadados mecanismos, siempre amparados en la clandestinidad, sin dudar en matar (ejecuciones extrajudiciales) o en recurrir a la desaparición forzada de personas, a la tortura, a la violación sexual, al robo de niños con los que luego se traficaba, al abandono de cadáveres en zonas despobladas y con señas de haber sufrido los más terribles castigos, a tratos inhumanos a las personas detenidas, etc. En definitiva, al terror para favorecer los intereses de determinados sectores poderosos que, por supuesto, no sufrieron nada de lo anterior.

El mensaje era claro: cuando arreciaron las luchas populares en la década de los 70 del siglo pasado, con movimientos políticos y sociales que levantaban idearios de izquierda, de transformación social y de liberación de los pueblos, las clases dominantes, a través del aparato estatal, actuaron con fiereza. Así quedó al desnudo para quién verdaderamente trabajaban los Estados. Se enviaba un mensaje de terror para crear miedo en la población: quien pretendiera cambiar algo de lo ya establecido, de la estructura económico-social, correría esa suerte.

La impunidad con que los Estados actuaron fue proverbial. En muy contadas ocasiones, cuando se acalló esa guerra interna no declarada, se pudo sentar en el banquillo de los acusados a algún representante de los gobiernos de turno como símbolo de las tropelías cometidas para ser debidamente juzgado. Lograr ese juicio y castigo es importante para demostrar que el terrorismo de Estado es una violación de los derechos ciudadanos, pero no alcanza a los verdaderos beneficiados de esas masacres: las clases encumbradas, que siguen intocables.

Todos los procesos de terrorismo de Estado vividos en Latinoamérica permitieron, a partir de los 80, implementar los planes de neoliberalismo descarnado, que son los que siguen vigentes al día de hoy.

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