Soy de la ciudá…

Ser de la ciudá, y no de la provincia, provee a ciertas personas algo más que estatus. La pregunta es: ¿qué significa ese algo más?

El próximo 13 de mayo, la ciudad de Quetzaltenango cumplirá 489 años de haber sido fundada. El 4 de agosto del presente año, la ciudad de Santo Domingo de Cobán arribará a sus 470 años. La ciudad de San Marcos tiene tal categoría desde 1892. Y así podría enumerar una a una las ciudades que existen en la república de Guatemala. Unas más antiguas que otras, pero ciudades como tales. Traigo a colación esta remembranza histórica porque, en el atávico centralismo y en la tendencia a la exclusión que nos caracteriza a los guatemaltecos, ser de la capital o vivir en ella implica ser de la ciudá, y no de la provincia.

Recientemente dialogué con un capitalino que me decía ampuloso: «Mire, usté. No hay como ser de la ciudá. Allá están los Mac, los mol [sic], los súper y la Zona Viva. Ustedes en la provincia están jodidos».

Honestamente, yo habría aceptado semejante ¿argumento? si esta persona me hubiera dicho: «Allá está el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias y puede asistir fácilmente a un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional, disfrutar de una presentación del Ballet Guatemala o visitar el museo Miraflores».

Intenté hacérselo ver, pero le vino guango. El hombre aquel estaba mentalizado como habitante de un submundo de cemento que a ojos vistas no corresponde a la otrora Tacita de Plata, sino simplemente a la ciudá: frío, despersonalizado y sin horizonte.

La palabra provincia fue utilizada en la antigua Roma. Su etimología es latina y se forma a partir de las voces pro (por) y vincia (victoria). Durante su expansión, Roma designaba así a los territorios conquistados fuera de la península itálica. Después de la Revolución francesa, el término provincia ya no se usó en Francia, y en América Latina se denominó provincias a los territorios circunscritos que constituían países como México, Brasil y Venezuela. Cuando se crearon los Estados federados, el término provincia pasó a significar territorio dentro del país, a excepción del delimitado para su capital, y su uso se circunscribió a México. Pero en Guatemala la palabra provincia pasó a tener una connotación de atraso y el término ciudad fue sinónimo de progreso.

Volviendo al capitalino que me ilustraba las ventajas de vivir en la ciudá, yo le expuse que la palabra no se pronunciaba ciudá, sino ciudad. No pareció interesarle. Me seguía hablando de los Mac, los mol, los súper y la Zona Viva, y decidí entonces darle otro giro a la plática. Él aprovechó el vuelco para darme su tarjeta de presentación (con tres faltas de ortografía) y ponerse a las órdenes «en lo que quisiera». Su dirección no era clara: correspondía a un cinturón de miseria.

Comprendí (no sin tristeza) que aquella parafernalia verbal no era más que un mecanismo de defensa para ocultar su realidad y sus frustraciones y también para borrar su identidad. Debo aclarar que la angustia no me vino de la situación del hombre aquel, a quien como persona debí haber acogido mejor. La inquietud me sobrevino al darme cuenta de que hasta alguien que vive en un cinturón de miseria puede ser excluyente tan solo por vivir en la gran ciudá.

Cuando agotó su repertorio y se quedó en silencio, yo le conté de mi infancia: de mis aventuras en los potreros de la finca Santa Margarita (cercana a la escuela donde estudié la primaria), de la presa de Chichochoc (que hoy es uno de los atractivos de un centro comercial), de los llanos de Petet (donde cortábamos moras y frambuesas), de nuestros guayabales particulares (porque cada quien que llegaba a corretear en potrero ajeno tenía el suyo), de la forma como aprendí a nadar bajo el puente Chiu antes de que vertieran en el río Cahabón los desagües de la ciudá y de la felicidad que envolvió mi niñez aunque no tenía ni televisión ni bicicleta, felicidad que me proveyó el haber crecido en contacto con la naturaleza.

La desolación que a ojos vistas expresaba en su rostro desde que empezó nuestra plática se hizo más profunda. Se despidió no sin antes compartirme que cuando era niño había vivido en Salamá y que él también alguna vez había sido feliz a la vera de los ríos de su pueblo. La suya, su niñez, fue truncada cuando fue llevado a vivir a un barranco de la ciudá.

En otra ocasión me llamó telefónicamente un amigo de infancia. Él vive en la ciudad capital de Guatemala. Hablamos, entre otras cosas, de nuestra identidad verapacense, pero al despedirse me dijo: «No se te olvide darme una llamadita cuando vengás a la ciudá». 

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