Uno de los rasgos que evidencian la inmadurez de nuestra democracia es la incapacidad de las élites para enfrentar legítimamente sus adversarios. El temor al desplazamiento por sectores mayoritarios ha motivado a la élite asegurarse que el marco legal responda a sus intereses. Así, ante el surgimiento de una amenaza (por ejemplo, una reforma fiscal o un candidato electoral con poder popular), ese marco legal hecho a la medida provee el “respaldo” para la descalificación y la exclusión del adversario. Rasgos cotidianos en esta coyuntura electoral.
En esta lógica es que se enmarcan las prohibiciones que contienen los artículos 186 y 187 de nuestra Constitución. Democracias más exitosas que la nuestra, incluso en algunos de nuestros vecinos más cercanos, nos muestran que estas prohibiciones no constituyen condiciones necesarias o indispensables para la conformación de una democracia funcional.
Es claro quela Asamblea NacionalConstituyente tuvo motivaciones muy locales para imponer estas prohibiciones. Incluso, mediaron motivaciones coyunturales. Es decir, que esas prohibiciones estuvieran dirigidas o dedicadas a personajes de la coyuntura política de 1985.
Esa reflexión inevitablemente hace pensar en el caso de Efraín Ríos Montt. Aunque no nos gustara, Ríos sí participó en las elecciones. Pero ese acto forzado que eludió exitosamente una norma de legitimidad cuestionable, fue aplastado por un poder muy superior: la decisión popular. El General compitió en las elecciones, y perdió.
La verdad, mientras más se esforzaban los detractores del General en impedir la candidatura con tácticas legales, más lo fortalecían, victimizándolo. Prevaleció la desconfianza que la mayoría decidiera elegirlo, y el temor impulsó equipos de juristas dedicados a impedir la candidatura. Ese equipo de juristas fue derrotando tanto como el General.
Hoy la historia se repite. Varias candidaturas son señaladas de contravenir las prohibiciones constitucionales. Quizá la más notable es la de Sandra Torres. Se han conformado equipos de abogados feroces que agotarán hasta el último recurso para impedir su candidatura. Hace unos días los medios elevaron al más alto perfil el amparo otorgado por la jueza de primera instancia civil de Santa Lucía Cotzumalguapa, Escuintla (según nota de Prensa Libre, jueza sobre quien pesan serias acusaciones), atacando la inscripción del “divorcio presidencial” en el Registro Nacional de las Personas.
Pero como contraste de lo más interesante es que incluso su principal conteniente, Otto Pérez, no está recurriendo a la descalificación o la exclusión. Hace unos días le escuché referirse a la señora Torres como la “candidata oficialista”, retándola a debatir y competir. Y es muy lógico, porque pareciera que el general Pérez tiene bien claro que ganaría mucho mejor derrotando a Torres en el campo electoral, que impidiéndole que compita. Al general Pérez le conviene demostrar que no le tiene ningún temor a la candidatura de Torres.
De esto lo que uno puede concluir es que la élite teme tanto que la señora Torres sea candidata, al punto que desconfía que Otto Pérez pueda ganarle en buena lid (seguramente muy a disgusto de éste). Y es que, encabezando las encuestas (manipuladas o no), a Pérez no le ayuda que victimicen a su contendiente, porque al igual que como ocurría con Ríos Montt, mientras más la atacan, más la ayudan. De esta forma, la élite cree más en la victoria de Torres que en la del líder del Partido Patriota.
Así, Otto Pérez está seguro de su victoria. Sandra Torres también. Ambos candidatos parecen estar confiados en tener la democracia de su lado. Sin embargo la élite, timorata por naturaleza, desconfía de la decisión popular. Desconfía de la capacidad de Otto Pérez para lograr la victoria por medios lícitos, así que, como antes, ha lanzado su jauría de abogados feroces a impedir la candidatura de Torres.
Me parece que el juego más limpio es no excluir a nadie, y permitir que seamos los votantes quienes decidamos. Vaya si el general Ríos lo sabe, esa sí fue una lección bien aprendida.
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