Aunque tenemos amigos en común, es ahora que la conozco, por medio de las fotos que han circulado sobre su caso.
Hace unos momentos la ví, en el facebook, en una donde aparece sonriente y llena de vida junto a sus hijos. Que tierna y pícara la mirada de Roberto José, será apenas un poco mayor que mi hijo; y María Mercedes, tan pequeña aún. Me pregunto qué habrán visto esos ojos y escuchado esos oídos. ¿Cómo están? ¿Dónde están? ¿Qué preguntas resonarán en sus cabezas? ¿Qué devastadores recuerdos los seguirán el resto de sus vidas? La historia de Cristina Siekavizza ha sido simbólica. Su familia y amigos han logrado mantenerla en la mente y el corazón de muchos.
Digo simbólica porque Guatemala está bañada de lágrimas como las de sus padres, amigos y familiares. Tan solo hace algunos días aparecía en uno de los medios la noticia de María Angélica (20 años) asesinada junto a su hijo Antony (8 meses de edad), entre las milpas de algún lugar de nuestro país. Como en el caso de Cristina, la ex pareja y padre del niño es el principal sospechoso pues ella ya había sido amenazada por éste. Son demasiados los casos que llegan al extremo de la violencia contra la mujer: de enero a agosto del presente año se reportaron -según cifras del INACIF publicadas por la Fundación Sobrevivientes- 504 muertes de esta naturaleza. ¡Al menos 504 en lo que va del año! ¡Es una cifra brutal, inimaginable y espeluznante! Y seguramente serán innumerables los casos que -aunque no terminen con la vida física- agotan impunemente la dignidad, autoestima y existencia de muchas mujeres guatemaltecas.
Y es que como decía en una columna anterior (Entre machos y misóginos), somos una sociedad muy tolerante con este tipo de violencia: aceptamos, justificamos y encubrimos las múltiples y muy diversas (en tipos y magnitudes) expresiones de abuso contra las mujeres. Guardar silencio respecto a ello es lo normal, o más bien, lo correcto según la educación autoritaria, conservadora, machista e hipócrita en la que hemos sido educados. “Ver, oír y callar” pareciera ser la consigna. Y quienes nos manifestamos pública y enfáticamente en contra de esa cultura, nos habremos ganado más de algún señalamiento de exageradas, ridículas y radicales. Pero esa laxitud respecto a ello, ayuda a perpetuar ese machismo extremo que nos coloca como una de las sociedades con mayores muertes violentas contra las mujeres. Si bien es cierto que aún nada se ha probado, todo indica –como bien lo ha dicho Norma Cruz, especialista del tema– que Cristina Siekavizza fue una víctima más de violencia intrafamiliar.
Su caso nos recuerda también que este fenómeno no discrimina estrato social: según la ENSMI, el 21.5% de mujeres del quintil superior y el 23.9% de las mujeres con educación superior dijeron haber sufrido algún tipo de violencia (verbal, física o sexual) por parte de sus parejas en el último año. Sin embargo, pareciera que los casos extremos son menos frecuentes a mayor nivel socioeconómico. ¿Será que los agresores saben –consciente o inconscientemente– que si las cosas se salen de control (agresión física o, en el peor de los casos, muerte por violencia), la justicia tiene mayor posibilidad de operar? ¿Que a mayor educación, la víctima o que el círculo social de ella, cuentan con mayores mecanismos para que se aplique la ley?
Ciertamente la desigualdad –de la que ya he escrito– se manifiesta también en esto.
Sin embargo, la mayor exposición mediática de la historia de Cristina (asociada seguramente a lo que acabo de mencionar) no debiera –como bien dice una nota de la Fundación Sobrevivientes– ser vista con prejuicios; sino como una herramienta para concientizar sobre el tema y abrir los ojos respecto a la magnitud y gravedad del fenómeno de la violencia de género. Para evidenciar la necesidad de fortalecer y promover las iniciativas de apoyo a las víctimas de violencia intrafamiliar. A la urgencia de romper con los silencios y actitudes que la solapan. Un medio para sensibilizar a aquellas y aquellos que al leer en los periódicos los tantos casos ocurridos en el interior del país o en estratos lejanos a su realidad, seguían su lectura sin que se les nublara la vista o cerrara la garganta. Ningún caso es menos o más importante. Todos son inaceptables y todos demandan justicia.
Recordemos además que la violencia intrafamiliar deja una terrible huella y herida social: los hijos e hijas -víctimas directas o indirectas- acarrearán secuelas de ello; con gran probabilidad de ser promotores (como víctimas o victimarios durante la adultez) de este terrible y nefasto fenómeno. Si seguimos tolerando las conductas que dan lugar a la violencia contra la mujer, si la impunidad sigue haciendo de las suyas a todo nivel, el futuro de Guatemala seguirá plagado de Cristinas y María Angélicas. De Roberto Josés, María Mercedes y de Antonys.