De niña me enseñaron que las personas existimos en dos dimensiones: la física y la espiritual. La existencia física se manifiesta en el cuerpo, y la espiritual se manifiesta en el alma, espíritu o como quieran llamarle. También me dijeron que ni mi cuerpo ni mi alma me pertenecían, y que pertenecían a dios (ya que él las había creado), que al mismo tiempo me había dado la potestad de hacer con mi cuerpo y con mi vida lo que yo quisiera—libre albedrío que le dicen.
En fin, mi cuerpo perecería al momento de morir, y mi alma seguiría existiendo hasta la eternidad en el cielo o en el infierno, dependiendo de cómo me hubiera comportado durante el tiempo en que me había sido prestado el cuerpo. Y bueno, prácticamente me dijeron que mi alma era inmortal.
No había ningún ‘mediador’ o ‘conector’ entre el cuerpo y el alma. Ninguna chispa, ningún switch, ningún órgano, ningún proceso biológico, nada. Sencillamente, cuerpo y alma eran dos cosas distintas y bien separadas, aunque una había sido metida—por dios—adentro de la otra. Algo así como si mi cuerpo hubiese sido el avatar de mi alma.
Si yo no hacía con mi cuerpo lo que la Biblia me ordenaba, entonces mi alma pasaría una eternidad en el infierno. Y como siempre me pintaron el infierno como un sitio muy aterrador, más me valía portarme bien. Como a los 11 años cayó La Divina Comedia en mis manos, y siendo una niñita cometí el grave error de creérmela. Dante me desgració la niñez, porque ese infierno sí que me causaba pesadillas. —»Dios me guarde» pensaba, «yo no quiero ir a parar ahí». Dormía con mi rosario puesto, luego de rogarle a dios que por favor no dejara que seres malignos de la oscuridad llegaran a asustarme por haber escuchado a Alux Nahual ese día (es que Alux Nahual era satánico ¿se acuerdan?). Y a mí que me encantaba Alux Nahual, y Queen ni digamos. Qué martirio. Había estado adorando al diablo. “Por favor, perdóname señor porque no puedo dejar de pecar todo el tiempo. Amén”, rezaba.
Aunque vivía con miedo y culpas muy pesadas, en el fondo siempre dudé de la veracidad de todo lo que las monjitas del colegio y demás amigos religiosos me contaban sobre el Génesis, las circunstancias antinaturales bajo las cuales había sido concebido Jesús, el Apocalipsis, etc. Luego me acordaba de que esas dudas habían sido sembradas por el demonio, y que dios me mandaría derechito al infierno si se me ocurría morir en ese preciso momento. No quería morir en un momento inoportuno, así que le echaba tierra a mis propias dudas, las enterraba y me hacía la loca. Para cuando tenía 12 años, ese bultito de tierra ya se había convertido en una gran montaña que era imposible de ignorar. Admití frente a mi familia que pensaba que todo eso de la religión eran patrañas. Todas las enseñanzas de la Biblia eran incoherentes con la realidad, y con lo que había aprendido en los documentales del Discovery Channel—es que era una niña, comprendan. Creo que fue entonces cuando me gané oficialmente el título de Oveja Negra de la familia.
Y así transcurrió mi adolescencia, con la excepción de un pequeño desliz que tuve a los 17 años y que duró exactamente siete meses, sólo porque una amiga logró convencerme momentáneamente de que dios existía, y hasta logró que asistiera regularmente a su iglesia. También participé en un apostolado, me leí la Biblia completita, y por un tiempo fui muy creyente… Hasta que un domingo cualquiera tuve una anti-epifanía a medio servicio religioso, cuando en vez de recibir, más bien maté de un escopetazo racional al Espíritu Santo. Observé todo lo que había a mi alrededor, lo que la gente hacía, los adornos en las paredes, escuché lo que decía el predicador, y pensé “¿A quién estoy engañando? ¡Estas son patrañas!”. Me retiré del lugar en ese mismo instante. Me admití como una escéptica irremediable, y nunca di vuelta atrás —a menos que fuera para asistir a una misa de muerto, o a una boda.
Pero quiero hacer énfasis en el asunto puntual que me tuvo enganchada a la religión durante mi niñez: el miedo a la muerte, y a lo que pudiera ocurrir con mi alma después. Y es que ninguna religión tiene sentido sin la inmortalidad del espíritu y su castigo. Se nos hace tan difícil concebir la idea de que nuestra vida se acaba con la muerte, que preferimos engañarnos a nosotros mismos con la fantasía de la vida eterna en un plano sobrenatural. Se nos hace tan difícil aceptar que la injusticia transcurra con impunidad, que preferimos creer en una justicia divina, mediada por un dios-juez que por supuesto, siempre está de nuestro lado. “Todo se paga” dicen algunos, “Ya le va a llegar el día en que tenga que rendirle cuentas al Señor” dicen otros.
¿Pero qué es eso que se escapa del cuerpo cuando nos morimos? ¿Qué es el alma? Esta es una de esas preguntas para las que existen tantas respuestas como puntos de vista, pero muchos escépticos pensamos que la pregunta misma ni siquiera tiene sentido, ya que la dualidad alma/cuerpo ni siquiera existe. No tenemos alma, sólo una consciencia clara sobre nuestra propia existencia. El alma entonces no es más que una abstracción conceptual, un esfuerzo de la razón por darle sentido a nuestra propia consciencia. Y ¿qué es la consciencia? es otra de esas preguntas para las que los filósofos tienen muchas respuestas, pero que para los neurocientíficos sigue siendo una incógnita. A pesar de que admiten que la consciencia existe (a diferencia del alma), no saben cómo definirla en términos biológicos. Pero eso no les ha impedido realizar estudios que ya han comenzado a dar algunas luces sobre cómo el cerebro da origen a la consciencia. Aunque aún falta mucho por investigar, ya han propuesto que la consciencia posiblemente se origine en la actividad electroquímica de complejas redes neuronales que se interconectan desde el tálamo (la zona más interna del cerebro) hasta el córtex (la zona más externa). Adicionalmente, han postulado que la consciencia no se localiza en un área determinada del cerebro (como sí lo hacen otros procesos como la vista y la audición) si no en distintas partes del mismo, y desde adentro hacia afuera. También han propuesto que existen distintos “grados de consciencia” que están directamente relacionados al nivel de complejidad de las redes neuronales y a su número de interconexiones sinápticas. La complejidad de estas redes aumenta con la edad, ya que se forman como producto del aprendizaje a partir de numerosas experiencias, lo cual implicaría que los niños tienen menos consciencia que los adultos, y que los fetos posiblemente ni siquiera la tengan (no digamos los embriones).
Desde el punto de vista evolutivo, se considera que una mayor complejidad de las redes neuronales (y por ende un mayor grado de consciencia) podría haber surgido como un caracter adaptativo que se seleccionó naturalmente para favorecer a aquellos animales que se vieron en la necesidad de hacer uso de la inteligencia para resolver problemas.
¿Y cuándo se acaba la consciencia? Cuando las redes neuronales responsables de su existencia dejan de funcionar. Luego ya no hay nada. Caput. Finito. Aunque siguiésemos vivos en un estado vegetal inconsciente, estaríamos cognitivamente muertos. Nuestra consciencia estaría muerta. Todos nuestros recuerdos, nuestros amores, nuestras aficiones, nuestros miedos, nuestra personalidad, muertos.
Para algunos, lo más perturbador de que no exista un alma con vida eterna, podría ser que los violadores, asesinos, pederastas, corruptos, ladrones, sociópatas y otras personalidades poco virtuosas jamás vayan a ser castigados por sus sandeces en un bien merecido infierno. La consciencia de esto, nos responsabiliza y nos obliga moralmente a crear sistemas de justicia eficientes, que reprendan a los transgresores en esta única vida que tienen, si es que no queremos que se mueran habiéndose salido con la suya.
Por otro lado, ¿saben qué sería realmente virtuoso? Que decidiéramos ser buenos con nuestros semejantes porque en verdad nos nace, y no porque estemos esperando a cambio el paraíso. Que fuésemos capaces de controlar nuestros bajos instintos y actitudes soeces por genuina convicción, por ética, y no por miedo a las consecuencias. Que fuésemos genuinamente íntegros e incapaces de hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Eso sí que sería honorable. Eso sí que sería virtuoso; no como los que oran por las noches antes de irse a dormir, o se persignan cada vez que pasan frente a una iglesia, pero cuando se les olvida que su dios—supuestamente—los está vigilando, se dan gusto shuteando, mintiendo, pelando maliciosamente a los demás, metiendo saña, siendo deshonestos, etc.
No necesitamos de la promesa de un paraíso eterno post-mortem para ser buenos con nuestros semejantes. Solo basta con desear vivir en una sociedad más armoniosa, y procurar la paz tanto para nosotros mismos como para los demás.
¿Y qué si no hay vida después de la muerte? Si de todas formas, como bien dijo Mark Twain “he estado muerto durante billones de años antes de nacer y nunca sufrí el más mínimo inconveniente por ello», así que ¿Por qué temerle a la muerte? Si cuando estemos muertos, ni siquiera vamos a ser conscientes de ello. No lo vamos a notar. No lo vamos a saber, de la misma manera en que hace un billón de años tampoco sabíamos que hoy estaríamos aquí.
En fin, todo parece indicar que lo único que tenemos es el momento presente, que ésta es la única vida que tenemos para aprender a vivir bien, para perdonar a quienes nos han ofendido, y para pedir perdón. Esta es la única oportunidad que tendremos para amar y dejar que nos amen, para decir lo que pensamos, para expresar lo que sentimos, para tocarnos, besarnos, mordernos, sentirnos, sudarnos, empiernarnos y disfrutar de nuestro cuerpo; para bailar y cantar a todo pulmón, para ir esos lugares a los que siempre hemos querido ir… En fin, para disfrutar la vida sin remordimientos, sin miedo, que nadie nos va a castigar; y cuando menos lo sintamos, la vida ya se nos habrá acabado.