Ser académica o no ser: el presente como fuente y horizonte crítico

Apenas abrí los archivos y sin prisa alguna pude verlos. O ellos a mí. Ya no sé. Fueron sus ojos, no lo dudo, los que me impactaron.

Ojos de hombres que no conozco. Ojos rodeados de arrugas y de historias de luchas pasadas y presentes. «Las fotos me conmovieron profundamente», fue lo único que alcancé a garabatear. No pude escribirle nada más a mi interlocutor. No pude. Hay que reconocer que muchas veces es justamente ese sentimiento de impotencia lo que nos lleva a hacernos las preguntas más críticas sobre nuestro presente.

Durante algunas semanas he venido rumiando varias ideas e imágenes, tratando de mantenerme pegada a la silla —cuando puedo hacerlo— escribiendo, revisando entrevistas y notas de campo, releyendo textos de archivos, haciendo conexiones, hilando historias, ensayando explicaciones.

Es el trabajo de la academia, un trabajo que en Guatemala siempre hemos relegado y que con los años incluso hemos abandonado al nicho de la sobrevivencia a pura consultoría. Con ello se ha desvirtuado la esencia del quehacer científico y se nos ha arrinconado a una producción científica que provee respuestas técnicas y apolíticas a los problemas. En el campo de las ciencias sociales, esta lógica se fortaleció a partir de una reflexión que se impulsó de manera abierta desde finales de los años 1980: el científico, para analizar la realidad, debería tomar la suficiente distancia de esta para no repetir los errores del pasado. La despolitización del conocimiento y del científico —como si fuera ajeno a la sociedad en la que vive— también es una apuesta profundamente ideológica. Confinar al académico a una visión del intelectual del siglo XIX no me permite ser crítica con mi propio trabajo. ¿Para qué investigamos? ¿Por qué y cómo producimos conocimiento? Y podríamos también preguntar para quiénes. No creo que lleguemos a consenso alguno en una sola discusión, pero sí creo que hay un hilo conductor en nuestro trabajo como investigadores sociales: nuestras investigaciones se interesan por las dinámicas sociales y, por lo tanto, trabajamos con las personas, con sus voces, con sus historias, que se amarran irremediablemente con las nuestras. Nuestro objetivo es tratar de explicar —como dice un antropólogo guatemalteco a quien admiro mucho— los resortes de los problemas sociales.

En ese sentido, no somos científicos asépticos que miramos desde arriba, sino que nos involucramos en nuestro presente. Y esto, desde el momento en el que articulamos preguntas. Muchas de las preguntas que nos sirven como detonantes en las investigaciones reflejan nuestras preocupaciones sobre la realidad. Reflejan una inquietud latente. Reflejan nuestra impotencia. Nuestra inconformidad. Nuestras ganas de entender cómo diablos esta realidad ha sido posible.

No, no podemos hacer ciencia social en el vacío. No hay de otra: toda investigación es una opción, con lo cual no estoy afirmando que no tengamos principios ni métodos rigurosos de trabajo. Ser investigador requiere sobre todo de disciplina, constancia, coherencia teórica y optimización del tiempo. No hay manera de producir sin una actividad rigurosa de lectura, de trabajo de campo, de archivo, de escritura (que es lo que a mí más me cuesta), de reflexión teórica, de interacción y de interpelación con otros investigadores y sujetos sociales. Quizá sobre ello hemos reflexionado poco o no lo suficiente. ¿Existe tensión entre la investigación social y la relación con los sujetos sociales? Por supuesto que hay tensión. Irremediablemente existen y existirán tensiones en la construcción de tales relaciones: tensión entre la autonomía crítica y el compromiso del investigador con los sujetos sociales, tensión entre la afirmación del sujeto social y el reflejo de las contradicciones y la complejidad de tal sujeto y, finalmente, tensión entre el posicionamiento del investigador y el espacio de relación con los sujetos sociales y políticos.

Esto plantea una infinidad de dilemas para aquellos que asumimos que el conocimiento, si bien debe ser objetivo, no es neutral. Sabemos que no hay recetas. Aventuremos un solo ingrediente: la sensibilidad. Quizá la única certeza que tenemos es que el rol crítico seguirá siendo el motor de las ciencias sociales. La crítica es, al final de cuentas, el objetivo del conocimiento científico, pues implica poner en tela de juicio aquello que consideramos como realidad inamovible, como verdadero. Claro, la investigación no es infalible. Nos equivocamos. Tenemos también lecturas distintas y enfoques diferentes. Por ello hay que ser audaces y tender puentes críticos que acerquen los espacios de discusión de las investigaciones, de las interpretaciones y de las lecturas expuestas. Cuando decimos que «los datos hablan por sí mismos», en realidad no hacemos más que una constatación. En investigación social buscamos ir un poco más allá: buscamos entender qué es lo que ha producido esos datos, por qué tenemos esos datos y no otros, qué los ha hecho posibles y cómo. ¿Cuáles son los límites de lo posible? Belleza de pregunta. A mí me quita el sueño. Nuestra historia me quita el sueño. Los vaivenes del presente me quitan el sueño y me hacen, es verdad, soñar también. Me parece que allí está la base del pensamiento crítico. ¿Y el estremecimiento crítico? Como me dice otro amigo, se deberían publicar las libretas de campo junto con las investigaciones, pues quién sabe cuánta literatura hemos dejado allí apilada en un rincón de nuestras libreras.

Sin esas preguntas, sin esas investigaciones, no entenderíamos cómo las configuraciones territoriales a través del análisis de los circuitos finqueros generaron relaciones de poder que vemos reflejadas hoy en día, como lo muestra Matilde González en sus múltiples trabajos. Sin esas preguntas, Deborah Levenson, en sus escritos pioneros sobre las maras o pandillas ¡desde finales de los años 1980!, no habría lanzado la voz de alerta de que allí existía un espacio que pudo haber sido de resistencia política y social al cual no le pusimos la atención debida. Sin esa visión crítica, María Victoria García Vettorazzi no habría explicado por qué en Totonicapán los que algunos llaman sujetos subalternos tienen una historia de resistencia que les permite actuar política y económicamente subvirtiendo el sistema. Tampoco entenderíamos cómo las recomposiciones y los cambios religiosos de la posguerra están generando nuevas relaciones de poder en el altiplano central. Sin esas preguntas que también duelen, Irma Alicia Velásquez Nimatuj no nos habría adentrado en el mundo de las estrategias de sobrevivencia de los pueblos mayas en sus luchas por la tierra. Tampoco Isabel Rodas se habría aventurado en el Petén (sí, esa región que pintamos como selva, pero que explica mucho a actores políticos como Baldizón) ni habría aclarado cómo se reacomodan las relaciones entre actores sociales e instituciones estatales. Quizá, sin una pregunta de autocrítica, Isabel no se atrevería a repensar las configuraciones de las clases medias en Guatemala. Otras igual de resueltas, como Aracely Martínez o Úrsula Roldán, se atreven a exponer las prácticas políticas de los migrantes (ese actor social que muchas veces no contamos en nuestros análisis coyunturales) a través de las redes que van construyendo dentro y fuera del país. O como Emma Chirix o Lizbeth Gramajo, que están buscando entender cómo las instituciones educativas han incidido en la formación de subjetividades de género, empezando por las prácticas de regulación y control de los cuerpos. Sin una mirada incisiva, probablemente la escritora Aída Toledo no habría tolerado trabajar con los testimonios de las mujeres víctimas de violaciones durante la guerra y captar el giro en los relatos de la condición de víctimas a sujetas. Todas ellas han trabajado, y lo siguen haciendo, para contribuir a entender este entramado social y político que es el nuestro. Aquí están. Y con ellas, muchas y muchos más.

Mientras escribo me percato de que mis citas están ahora pobladas de mujeres que insisten en seguir dedicando sus vidas a la investigación: está visto que la tenacidad es nuestra. La duda también. Dudamos, los investigadores, todo el tiempo. Y además de dudar, tocamos, olemos, sentimos. En una estancia corta en Santa Lucía Cotzumalguapa, después de visitar una comunidad del sur, queríamos conocer el lugar donde había nacido la abuela de una de las personas que habíamos entrevistado meses atrás y para ello teníamos que atravesar un largo y estrecho puente colgante de madera sobre un afluente del Coyolate, cerca de la finca Tehuantepec. Lo vi de reojo. Vi pasajeros en moto perderse en la distancia, tambaleantes, y me dije: «¡Neeel pastel! En moto no lo paso». Miedosa que es una. Pero lo pasé caminado y llegamos sudando al otro lado. En países como Guatemala, el trabajo de investigación social no solo requiere de rigor teórico: ponemos el cuerpo y siempre, un poco más, el corazón.

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