La actual comedia negra orquestada por la clase política en su conjunto para forzar la salida de la Cicig de Guatemala es la expresión de la fuerza de la discrecionalidad y de la arbitrariedad del poder de turno por encima de la constitucionalidad de este país.
Esto es un cable a tierra que recuerda el bananerismo de nuestro sistema político y que pone a prueba nuestra débil institucionalidad democrática. Pero esta crisis también es una oportunidad para retomar las tareas que la ciudadanía se ha negado a llevar a cabo en los últimos cuatro años. Es la segunda llamada a los guatemaltecos para cancelar el sainete de la corrupción.
Ciertamente la Cicig ha fungido hasta el momento como un agente externo al sistema capaz de nivelar el terreno político, que hasta el 2015 parecía inalcanzable para el ciudadano de a pie gracias al reino de la impunidad institucionalizada. Aunque haya sido anulada parcialmente, el costo político de desbaratar la comisión ha sido alto para la normalidad sistémica: la careta de santidad y pulcritud de algunos actores tradicionales ha saltado por los aires para mostrar el verdadero y perverso rol de estos dentro del sistema político.
Hasta el momento, la comisión ha dejado un aprendizaje valioso al mostrar que la podredumbre del sistema no es una cuestión casuística, sino que obedece a una lógica que durante estos tres años el ciudadano guatemalteco ha empezado a comprender mejor. No se trataba de hacer frente a grupúsculos de aprovechados ni a unos cuantos delincuentes con poder. El verdadero desafío es desmantelar un sistema completo que desde el Estado se ramifica hacia otros subsistemas de poder económico y legal, donde todos estos malvivientes de cuello blanco y empresarios, así como sus operadores y demás esbirros aspiracionales, han creado una sociedad dentro de la sociedad que obtiene ventajas y tiene un modus vivendi a partir de las relaciones dentro de este sistema que la Cicig vino a dejar en evidencia.
Para el poder económico tradicional, este ecosistema es una expresión del patrimonialismo natural con el que se ha relacionado históricamente con el Estado. Para quienes participan dentro de la dinámica política como operadores, es la expresión natural de lo político, son las normas y los valores legítimos. Ellos representan y defienden una visión ideológica del Estado corporativo y clientelar que garantiza que esta simbiosis entre lo político y lo privado reproduzca estos estamentos políticos, económicos y militares. De ahí lo estéril de querer presentar la lucha contra la corrupción como algo no ideológico y apolítico, cuando necesariamente debe serlo si se quiere que sea algo más que un moralismo coyuntural. Su naturaleza es fundamentalmente política, pues conlleva indefectiblemente la discusión del sentido y la naturaleza del ser del Estado.
Hemos dependido hasta ahora de un mecanismo eficiente como la Cicig, pero, por su propia naturaleza «sui generis», era débil y jamás sustituiría el rol del sujeto ciudadano.
Hemos aprendido que la organización para la obtención de renta a través de lo público es la forma hegemónica de lo político en Guatemala. La búsqueda de dicha renta es la estrategia normalizada que vincula al sistema político con el sector económico organizado. La comprensión de estas transacciones en términos favorables o normalizados es la regla orientativa y, por ende, el soporte de subjetividad que normaliza y explica en buena parte la pasividad y la complicidad de tantos frente a la corrupción. Entonces, cabe preguntarse si estos aprendizajes ciudadanos serán capaces de perfilar nuestra actitud hacia el proceso electoral de 2019. Deberían cuando menos interpelar la relación del ciudadano con el sistema político, y no conformarse con su papel acomodaticio de deshojar la margarita electoral cada cuatro años.
Desde el 2015 se le viene endosando a una comisión internacional que creíamos blindada e inmune a la reacción conservadora una tarea que atañe fundamentalmente a la organización ciudadana, a la construcción de una voluntad constituyente, absolutamente política, que transforme efectivamente este estado de cosas. La oportunidad se perdió hace cuatro años y no hay que lamentarlo tanto: era una lección histórico-política, de esas que necesariamente se aprenden por las malas. Hemos dependido hasta ahora de un mecanismo eficiente como la Cicig, pero, por su propia naturaleza sui generis, era débil y jamás sustituiría el rol del sujeto ciudadano.
Preferimos la normalidad electoral del 2015, expresar nuestro ingenioso descontento en la plaza (respecto al cual el sistema corrupto parece estar ya inmune) y dejar que la dupla Cicig-MP siguiera haciendo el trabajo sucio: desentendernos del papel reformador de una ciudadanía más activa e involucrada. Esto permitió sentar en la silla presidencial al peor error de nuestra historia política reciente, que como testaferro del pasado vino a desbaratar una coyuntura favorable a los cambios, pero que aún en este 2019 quizá estemos a tiempo de recuperar. Es la segunda llamada.