De las cenas de diciembre hubo una cuya conversación —interrumpida— me ha dado vueltas en la cabeza, a propósito del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos.
Uno de los amigos afirmó que la revolución cubana únicamente había detenido el desarrollo de Cuba y que, si no hubiera sido por ella, seguramente ahora Cuba sería como Chile o aún mucho mejor. Yo, distraída con la comida, alcancé a decir: «Solo que más desigual». No me percaté de que mi hijo estaba grabando la conversación en su teléfono y, con la gracia de los niños, empezó a repetirla con diferentes voces —las ardillitas y otras más—. Las sonrisas ahogaron la conversación. Quedó allí.
Días después, en camino del viaje de fin de año, por la carretera a occidente, vimos muchísimos niños a la orilla, aglomerados con el único fin de decir adiós a los viajeros. Pareciera que ese era su viaje de fin de año, que ese era su premio o una distracción excepcional. No alcanzo a recordar si siempre se paran tantos niños a decir adiós o solamente fue ese día. Su acción me hizo recordar la enorme desigualdad que reina en el país. Es cierto que hacer un viaje de vacaciones es un privilegio y que se cuenta con los dedos de las manos el porcentaje de las personas que tienen la posibilidad de viajar en este país.
En la Habana, Cuba, hace unos años tuve una conversación con un joven, sentados en una vereda. Yo, turista; él, ganándose la vida con una venta de dibujos. Me decía que daría todo lo que tenía por salir de vacaciones como yo lo había hecho al visitar su país. Yo intentaba decirle que daría lo que fuera porque en mi país hubiera acceso a educación y salud para todos por igual como en Cuba y trataba —en vano— de decirle que en mi país tampoco todos podían salir de vacaciones. De más está decir que no nos pusimos de acuerdo en las expectativas: él quería libertades que no tenía, yo quería la igualdad de esas libertades. Supongo que, en general, cada persona desea cosas que le faltan.
El origen social de las personas favorece generalmente algunas preferencias, y por ello lo que nos falta es aquello que en nuestra historia percibimos como eso: faltante. Al joven cubano le hacían falta las libertades. A los niños de la orilla de la carretera les hace falta la igualdad (igualdad ante la ley, acceso a educación, acceso a una buena salud, condiciones laborales dignas para sus padres de manera que los puedan llevar a pasear). En este país no tenemos las condiciones para ejercer esa libertad que tanto les horroriza perder a los detractores de Cuba: la mayoría en pobreza y unos pocos en excesiva abundancia, mientras la clase media guatemalteca es exigua y no alcanza a ver más allá de su nariz.
Es hasta cierto punto normal —por ser la norma— que quienes tienen privilegios los perciban como dados —si no, miremos al sexo masculino, pero eso es para otra columna—. Sin embargo, una característica del ser humano es que siempre busca mejorar por sí mismo. Finalmente, eso se vuelve esperanzador donde nos desenvolvamos, pues mejorar las condiciones propias puede ser un primer paso para cambiar.
Vivir en sociedad implica que nuestras aspiraciones estén siempre interconectadas con las aspiraciones de otros y otras. Es por ello una postura ética la de no buscar mejorar a costa del bienestar de los demás, como han vivido la gran mayoría de las élites en este país. Aquella frase que dice «mi libertad termina donde empieza la de los demás» —de Jean Paul Sartre— es una enseñanza de mi papá, quien me la repetía constantemente mientras yo crecía. Con los años he aprendido que no es solo una enseñanza individual: es una enseñanza de vida colectiva. Si hay desarrollo, este no puede —no debe— ser a costa de otros.
Nuestra sociedad es una de las más desiguales del mundo, y no por eso somos un país desarrollado. La máxima capitalista de que es necesario cierto nivel de desigualdad para generar crecimiento es, en estas latitudes, una parodia de las condiciones de pobreza en las que vive más de la mitad de la población y un insulto para quienes únicamente sobreviven.
El cambio en las relaciones económicas es necesario y urgente, y eso pasa por desmontar relaciones racistas y excluyentes de todo tipo, por fortalecer las capacidades del Estado específicamente en su brazo social, por mejorar la recaudación fiscal de manera progresiva, por promover la transparencia y denunciar la corrupción, etc. Hay esfuerzos enormes que hacer, pero también los hay pequeños. Empecemos por escuchar todos y todas la grabación una y otra vez: este es un país desigual y no alcanzará ningún desarrollo si esa desigualdad no se elimina.
Lamentablemente, el 2015 no se vislumbra como un año de grandes cambios. Sin embargo, no hay que desmayar, no hay que perder el rumbo. Es posible cambiar este país. Pero para eso necesitamos empezar por permitirnos escuchar lo que nos dice la realidad y actuar sobre ella desde nuestros propios ámbitos, los grandes y los pequeños.
Sobre la autora: Claudia V. López Robles, politóloga guatemalteca y madre de dos hijos. Ha sido investigadora, consultora y docente universitaria. Sus intereses temáticos y reflexiones son diversas, orientadas a discutir las formas de revertir las desigualdades que atraviesan nuestra sociedad.