Evidentemente, que todos son problemas sociales parte de nuestra vida cotidiana con los que hemos aprendido a convivir, pero también remiten a una normalidad social bajo la que transcurre sin pena ni gloria el pasar de los días de nuestra vida. Es decir, un contrato social distópico, pleno de reglas de supervivencia que acatamos y en el que bien hemos aprendido a navegar, resignados sin rechistar.
La idea de contrato social, más que un concepto político entraña una idea intuitiva y central para el mantenimiento de un orden razonable y mutuamente beneficioso para quienes cohabitamos en un mismo espacio: la renuncia a nuestras facultades discrecionales en favor de un orden de derecho que nos permite llevar con cierta certeza nuestros fines individuales.
Una propiedad fundamental de este orden es la provisión de bienes colectivos, sin los cuales es insostenible eso que llamamos «sociedad», no se necesita mayor debate conceptual para entender lo que entraña esta definición: un bien colectivo, es aquel bien que necesita ser producido bajo el concurso o tutela de una autoridad a través de la regulación de las interacciones individuales de los miembros de una sociedad, este tipo de bienes son indispensables para la eclosión del orden civilizatorio y «la industria», como bien intuyó Thomas Hobbes,
En la noción contractualista de Hobbes hay otra intuición importante, y aplicable vale la pena decirlo, para sociedades con cierto equilibrio democrático: la legitimidad del contrato social reside en la delegación (no necesariamente deliberada) consentida y aprobada en favor de una autoridad capaz de organizar la gobernanza de tal manera que produzca estos bienes beneficiosos e indispensables para la libertad individual. Sin este incentivo, no habría mayor motivo para rescindir nuestras facultades instintivas de supervivencia a favor de un orden de convivencia determinado.
Suponer ingenuamente que la «libertad individual» puede ser producida «individualmente» es parte de ese pathos de la modernidad llamado neoliberalismo, el cual borró de su comprensión normativa del mundo esta importante característica racional del orden social y la reemplazó con una caricatura surrealista de un homo economicus capaz de crear esa gran coordinación social merced a su propio interés egoísta.
Un orden predecible y confiable, son bienes colectivos muy preciados, donde no encontremos la muerte en un socavón a mitad de carretera
Un orden predecible y confiable, son bienes colectivos muy preciados, donde no encontremos la muerte en un socavón a mitad de carretera, donde las horas de tráfico producidas por una ausente planificación territorial no continúen siendo una cotidianidad y los bienes más sofisticados, como una universidad pública, logren corregir parte de las desigualdades sociales a través de la provisión de oportunidades educativas.
Es por eso que los seres humanos que vivimos en sociedad producimos bienes colectivos, sin embargo, la posibilidad o no de producirlos eficiente y eficazmente no depende únicamente de una suerte de voluntarismo racional que a veces se pretende desde las teorías del «diseño institucional», un verdadero diseño de las instituciones no puede eludir el análisis de las denominadas «instituciones profundas», las reglas informales y esa especie de memoria social y cultural del como conducir y legitimar las relaciones que guían y orientan a los individuos en situaciones concretas.
Podrán desfilar señoritos y timadores, oportunistas mesiánicos y demás fauna depredadora en el sainete democrático de cada cuatro años, distintas caras, la misma función, vale la pena perder el tiempo en despotricar, desperdiciar nuestras energías cuando hay un guion que necesita ser refundado desde sus cimientos contractuales. Y esto implica, evidentemente, comprender y repensar el papel que nosotros mismos jugamos en esta tragicomedia, entender cual es el tipo de acción política que esté más allá de las apariencias.