Estoy escuchando Thunder (2023) de Tyler Bryant and the Shakedown, mientras el primer café de la mañana hace que la publicidad que cubre la avenida de las Américas disminuya los niveles del modo pasivo- agresivo, en esa relación tóxica que mantienen el ornato urbano y las campañas políticas en toda la región latinoamericana.
Un semáforo me da la excusa para hacer una pausa en el blues rock para escuchar las noticias en la radio. La usual mezcla de crónica roja-política-farándula que hace confundir una cosa con otra (dado que las diferencias no parecen estar claras de todas formas), hace que mi hija vuelva con uno de sus playlist, en el cual aterriza una canción como un fetiche, el Radio Ga Ga de Queen.
¿La conoces?, pregunta ella, y yo respondo que sí, poniendo cara de póker. «No sabía que era así de vieja» es el siguiente comentario en esa conversación, mientras se baja del auto al llegar a la escuela. No me parece que el explicar que esa canción que resume la relación de la adolescencia y la radio pueda ser un ejemplo de un exitoso diálogo intergeneracional.
Y sí, la radio, durante muchos años, fue el mayor vehículo de difusión del rock, que iba de la mano de la venta de discos. Por ejemplo, la radio fue esa llave a escuchar en esta región los sonidos nuevos de la psicodelia y el metal, y por supuesto, para dar a conocer la producción local de rock. Posteriormente la llegada de los vídeos musicales no reduciría ese papel de la radio, o no al menos en la medida que el streaming lo ha hecho ahora.
Aquí, por supuesto debe hacerse mención a la afición-adicción de grabar casetes esperando que el locutor no hablará al final de la canción. Y también debe mencionarse el descubrir los audífonos como una solución para la coexistencia pacífica durante la adolescencia, entre la familia, los vecinos y el programa de heavy metal de la noche de los miércoles, que de todas formas no evitaba las miradas sospechosas en la vecindad que tenían por seguro que existía una inclinación satánica en el adolescente de la casa contigua.
Entre «La Radio Ataca», programa que debe haber acompañado mil noches de trabajo en la reforma judicial ecuatoriana de los noventa, y una invitación, ya ahora hace muchos años, a un programa de radio para hablar sobre esta columna de rock han pasado muchas horas dedicadas a escuchar música, dejarse envolver por las voces cálidas y los relatos de experiencias en otras culturas, longitudes y latitudes, que acercaban el mundo un poco más.
Todo eso ha cambiado. Seguramente para bien del modelo de negocios de aquellos involucrados en la industria musical, aunque desde siempre, las disqueras no han dejado de hacer amparo de pobreza. La radio sigue gozando de buena salud, aunque su papel en la difusión de la contracultura también ha cambiado, de la mano del rock incorporado al establishment musical.
Hace unos días, sentado con un viejo amigo y su padre en el Portalito, el bar icónico de la zona 1 de Ciudad de Guatemala, apareció el recuerdo de Armonía en Tinieblas, el grupo de marimba orquesta que tocaba en las tardes en ese bar. Durante la conversación subsecuente, quedo claro que si algo compartimos en común con la generación de nuestros padres, es que la radio fue ese vehículo en común para el entretenimiento.
Acabo estas líneas escuchando a Fantastic Negrito con White Jesus Black Problems (2022), que me da fe en la capacidad de ser irrevente en épocas de corrección política enfermiza.