En razón de mi artículo anterior, cinco lectores me pidieron que escribiera acerca de don José Piñol y Batres, obispo que recuperó la credibilidad de la jerarquía eclesiástica guatemalteca, menoscabada durante el gobierno de Manuel Estrada Cabrera. Yo acepté.
Así, para mejor entender aquel contexto, es preciso remitirnos a las obras de Miguel Ángel Asturias (1899-1974), quien maneja en sus escritos dos tipos de obispos muy diferentes. Uno de ellos podría corresponder, por algunos de sus rasgos, a don José Piñol y Batres. El otro, por sus actos, refleja a fray Julián Riveiro y Jacinto, decimosegundo arzobispo de Guatemala. Ha de recordarse que fray Julián era amigo personal del dictador Estrada Cabrera.
El primero se retrata en la novela El señor presidente. El segundo, en la novela Torotumbo. Y para mejor argumentar es preciso reconocer que Torotumbo se escribió mucho tiempo después que El señor presidente y que Asturias tuvo contacto con otros prelados luego de escribir la primera novela. De tal manera, el arzobispo reseñado en Torotumbo bien podría corresponder a una mezcla de dignatarios en la que fray Julián portaría la estafeta.
Asturias fue muy metafórico para escribir. Sus inconformidades las expresó, casi siempre, por esa vía. Entonces, al conocer otra versión de curas muy diferentes a los pastoralistas con quienes trató durante el desarrollo de su período intuitivo (cuando en el niño hace presencia el pensamiento prelógico, centrado en la acción, con apariencias perceptivas no reversibles), tuvo profundas experiencias que lo llevaron, años más tarde, a expresar su inconformidad (con esa otra cara de la moneda) desde su obra Torotumbo. En el entramado de esa novela, uno de los protagonistas, llamado Benujón Tizonelli, hace volar con dinamita al arzobispo, al padre Berenice, al nuncio apostólico y al presidente de la república (personajes notables de la obra). Se trata de un hecho simbólico, poco grato y tremendista. En cuanto a tremendismo, típico de Asturias.
También es preciso saber que dicho escritor vivió en Salamá, Baja Verapaz, entre los cuatro y los ocho años de edad. Su resguardo familiar estuvo a cargo de su abuelo materno, el coronel Gabino Gómez, y su enseñanza religiosa bajo la dirección del dominico Domingo Arroyo.
Del arzobispo Riveiro (cobanero de origen) debo reconocer que no fue una mala persona. La situación política que prevaleció entre 1898 y 1920 lo rodeó por todos lados a impulsos del dictador Estrada Cabrera y terminó sumido en la vorágine del final del tirano.
Unificó al pueblo, les devolvió la esperanza a los cristianos que la tenían perdida, recuperó la credibilidad de la Iglesia y retomó el rumbo del magisterio de esta.
Pero, si la Iglesia se vio menoscabada (a nivel de su jerarquía) a causa de los traspiés de Riveiro y Jacinto —quien tuvo que renunciar al caer el régimen—, con Piñol y Batres recuperó su justa dimensión en Guatemala, y este le devolvió a la institución la credibilidad perdida. Como señalé en mi artículo anterior, era originario de la capital y estaba reconocido como un brillante letrado. Fue el primer egresado del instituto Pío Latino de Roma con el grado de doctor en Teología. Estaba en Granada, Nicaragua —como obispo titular—, cuando se enteró del estado calamitoso que se vivía en Guatemala a causa de las felonías del tirano. Volvió entonces a su país amparado en concesiones especiales del Vaticano, entre ellas predicar sin estar sujeto a la jurisdicción de obispo alguno, y, previo acuerdo con fray Daniel Sánchez, rector del templo de San Francisco, pronunció nueve sermones fundamentados desde la dimensión profética de la Iglesia. Estos fueron una especie de chispas que despertaron a la población adormilada, cansada y ya sin sentido de vida a causa del iterativo sonsonete del mal encarnado en el gobierno de Estrada Cabrera. Ni qué decirlo: el tirano lo expulsó de Guatemala ese mismo año (1919) y su salida fue la gota que rebalsó el vaso. Estrada Cabrera tuvo que dimitir por disposición de la Asamblea Legislativa el 8 de abril de 1920.
El obispo Piñol y Batres no era ajeno a la política de aquellos días. Respondía a los intereses de su familia (conservadora), pero unificó al pueblo, les devolvió la esperanza a los cristianos que la tenían perdida, recuperó la credibilidad de la Iglesia y retomó el rumbo del magisterio de esta.
Quizá su mejor logro haya sido, para la época, que la población entendiera y asumiera el magisterio de la Iglesia no como una tendencia particular de uno, dos o tres obispos aislados, sino como una función docente cuya enseñanza moral (entre otras) deviene de Cristo y llega a los fieles por medio del papa y de los obispos.
He cumplido, pues, con la petición de mis lectores (dos de ellos religiosos) y espero en breve publicar un resumen de los sermones de Piñol y Batres.