Tenía alrededor de siete años y eso causó en mí una total fascinación. Esos libros fueron durante mucho tiempo la compañía obligatoria en cada tarea escolar en la familia, y puedo asegurar con certeza que el día en que tomé por primera vez los libros de narrativa clásica y descubrí lo que estos me daban, mi vida dio un giro significativo y ya no volví a ser la misma, ni el mundo tampoco.
Habiendo nacido en una familia de clase media y crecido en la Guatemala del conflicto armado, la mayor parte de mi tiempo la pasaba en un entorno protegido y temeroso. Así, los libros se convirtieron durante años en la única manera de trascender esos límites y miedos.
Claro, tuve la suerte de ser hija de padres lectores que poseían un genuino y obstinado respeto por la educación, y sé que por momentos pasaron verdaderas penas para que tuviéramos una buena educación, lo cual significaba un constante gasto para comprar libros, uniformes, refacciones y tantas otras cosas que supone estudiar en un país en donde el Estado no cumple su papel de apoyar la educación formal de sus ciudadanos.
Tuve también la extraña fortuna de haber estudiado en un colegio de monjas progresistas en donde, por ejemplo, mi profesor de pedagogía tenía como libro de texto la Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire; mientras que mi profesor de literatura nos hacía memorizar —luego entenderíamos por qué— las redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz y nos prestaba libros de García Márquez. Pero ese fue solo el principio. Más tarde fue precisamente a través de la literatura que me di cuenta de que los temores y las exageradas protecciones de mis padres respondían a razones legítimas: había nacido en un país en donde cada día un poblado diferente era masacrado o lastimado de alguna manera, un país de profundas carencias y desigualdades. Los libros fueron también los que le empezaron a dar un sentido concreto a palabras como injusticia o violencia, a falta de un temprano contacto directo con mi realidad.
Quizá es por esto que un limitado acceso a una educación liberadora de calidad es para mí un malvado acto de violencia contra los derechos de las personas. No me puedo imaginar sin las palabras, sin libros a mi alrededor. No me puedo imaginar sin el placer que significaron los años de estudio en el colegio, luego en la universidad. Y sin embargo, sé que por algún motivo soy parte de un reducidísimo número de guatemaltecos y guatemaltecas que ha tenido la suerte de haberme dado el lujo de la educación, de la lectura. Porque qué es la ecuación sino esto en Guatemala.
En realidad quería escribir de FILGUA como un evento que tendríamos que valorar y apoyar a toda costa, pero pensar en libros me hizo recordar mi propio recorrido por mi pasión por la lectura. Tal vez porque el lema de “Por un país de lectores” me llevó de manera natural a pensar en lo que esto realmente significa, es decir: por un país con las condiciones propicias para que hayan más lectores.