Con dicha resolución, la Corte le dio valor probatorio a los testimonios de las víctimas de las masacres, la persecución desalmada, la trastocación del entramado cultural ixil, la violencia sexual y las atrocidades cometidas por las fuerzas armadas al mando del hoy condenado en primera instancia.
La decisión judicial dejó libre a José Mauricio Rodríguez Sánchez, al existir duda razonable en torno a su responsabilidad. De acuerdo con la lógica y doctrina legal, la duda siempre favorecerá al reo. De manera que, en virtud de que la parte acusadora no logró quebrantar la presunción de inocencia del acusado, el Tribunal optó por liberarle.
La discusión desde entonces se ha centrado en lo emblemático de la condena por genocidio en cortes nacionales, surgida de un tribunal en contra de un poderosísimo e influyente militar, ex jefe de Estado y político de derecha. Poco, muy poco, se ha discutido sobre la otra parte de la sentencia. Esa que, en este caso, representa una máxima procesal dentro del sistema garantista que rige a la justicia guatemalteca.
Hoy, tanto Ríos Montt como Rodríguez Sánchez, pese a que el primero fue condenado en primera instancia, se benefician de las normas establecidas en un sistema jurídico cuya construcción intentaron impedir a sangre y fuego. No olvidemos que de las mentes que gobernaron junto a Ríos Montt surgieron los Tribunales de Fuero Especial. Esos engendros procesales en donde, si ellos –Ríos y Rodríguez– hubiesen sido juzgados, otro gallo les cantaría.
En esos tribunales, ambos procesados contarían otra historia. Ninguna absolución por haber duda razonable pues si había duda, se condenaba. Ninguna condena a prisión en una cárcel especial para reos en vulnerabilidad sino que el paredón. Ninguna garantía de defensa, mucho menos de defensa pública penal, porque simplemente no había defensa. Ninguna acción de amparo, o curso de queja, recusación o recurso de reposición ni nada que significara una micra de espacio para defenderse. Mucho menos, poder perseguir a los jueces hasta en los restaurantes, porque no se conocían sus nombres, eran jueces que no daban la cara y solo jugaban a la justicia para “legalizar”, si es que cabe el término, los juicios sumarios del hoy convicto por genocidio.
Es decir, con todo, ambos procesados se beneficiaron como ya se dijo, del sistema que intentaron impedir a fin de mantener la dictadura en la que gobernaron. Ambos procesados contaron con garantías, derechos y libertades que en el ejercicio del poder negaron a sus víctimas, algunas de las cuales hoy les enfrentaron, cara a cara, democráticamente y en el marco del Estado de derecho. Les enfrentaron en un tribunal, con paz, con dignidad, pero exigiendo lo que sobradamente merecen y merecemos: justicia.
La duda razonable favoreció a Rodríguez Sánchez. Es un hecho y se acepta aunque no se comparta pues, ¿quién en este país puede afirmar que la tenebrosa G2 o inteligencia militar es inocente de los crímenes contra la humanidad? Algún día, más temprano que tarde, también será cosa juzgada la responsabilidad de ese ámbito castrense que sirvió para identificar a la sociedad como enemiga y a los pueblos mayas, las y los políticos opositores, las y los dirigentes sociales, como seres ejecutables en nombre del Estado.
Por ahora, basta decir que es necesario abrir, sostener y profundizar el debate a fin de superar la especie de ecolalia racista que ha nacido de la mediocridad mediática, del fanatismo militar y de la hipócrita verborrea empresarial. Prácticas de exclusión y segregación que es necesario superar como sociedad, a fin de identificarnos como conglomerados distintos capaces de convivir y compartir, capaces de respetarnos porque, como dijo el poeta y coreó el público en la sala, “aquí sólo queremos ser humanos”.