«Por razones de Estado y por razones de seguridad nacional» ha sido quizá la frase más trillada para justificar cuanta injusticia, idiotez y atrocidad sea capaz de cometer un ser humano.
Fue Tucídides quien por primera vez planteó un antecedente remoto del término cuando afirmó, en sus escritos sobre la guerra del Peloponeso, que «una identidad de interés es el más seguro de los lazos entre Estado e individuo». Posteriormente, Maquiavelo articuló un tanto más claramente esta noción en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (libro III, capítulo 41), donde refiere que «la patria se debe defender siempre con ignominia o con gloria».
Una de las primeras y más claras evoluciones hacia el concepto moderno de interés nacional o de razones de Estado aparecería en la pluma del cardenal Richelieu: «No se gobierna por los intereses personales, sino a favor de los intereses de aquello que está por encima del gobernante [es decir, el Estado]». Eso justifica —dicho sea de paso— espiar, matar, sobornar, corromper y un sinfín de etcéteras que, si encima de todo benefician de forma personal, pues mejor. Implica también la construcción de una realidad maniquea, de bandos, de gibelinos o girondinos, de cordeleros o montañeses, de franquistas o republicanos, de los míos o los otros. Por eso Richelieu tenía muy claras sus lealtades, pues, a pesar de ser católico, siempre afirmaba: «Soy católico, pero antes que católico francés», y «No tengo más enemigos que los del Estado». En esta escueta visión del mundo, la preservación del Estado es un imperativo moral.
La tradición política occidental —si somos honestos— se ha construido en paralelo con esta idea. Sacrificarse por redimir la polis, salvar la patria, la república, o proteger secretos de Estado es, sin lugar a dudas, una constante de la tradición política occidental. Aunque hay quienes argumentan que la esencia del pensamiento filosófico griego delineó que no pueden imponerse sobre la existencia humana finalidades arbitrarias, la cosa ha sido muy diferente en la práctica. Sócrates aceptó beber la cicuta por razones de Estado, pues no hay que olvidar que el oráculo le había profetizado que la ciudad (Atenas) alcanzaría la redención solo a través de la muerte de un inocente. En la práctica, cualquier griego educado sabía que no existía un telos mayor que participar en los asuntos de la ciudad. Y por ello se prefería la muerte que el destierro.
Una cosa es la seguridad nacional o la soberanía y otra muy diferente oponerse a que el uso de los fideicomisos rinda cuentas.
Eso de sacrificar las partes por el todo es una soberana estupidez, pero es una constante de la historia. Es que, sean filósofos con complejos de mesías, un Richelieu o los últimos de Filipinas, que por razones de la patria o por el rey sacrificaron inútilmente sus vidas, la historia está plagada de estos episodios en que las finalidades ulteriores del Estado se sobreponen a lo que es justo y recto. La supervivencia de dicho Estado es un valor superior a otros derechos individuales o colectivos.
Al criticar la razón de Estado para oponerla al Estado democrático, Norberto Bobbio delinearía que, si lo político tiene legitimidad alguna, entonces el poder se racionaliza porque se limita. Y dicha limitación se refiere a la existencia no solo de marcos constitucionales, sino también de mecanismos de rendición de cuentas. Así las cosas, las policías de Estado (servicios de inteligencia) deben ser fiscalizables. Los presupuestos de los ejércitos, así como las decisiones de los poderes ejecutivos cuando hacen uso de sus prerrogativas constitucionales, también deben rendir cuentas. La democracia, para ser completa, no implica solamente postular preferencias y candidaturas. Implica también derechos inalienables, así como la rendición de cuentas. Por ello es que los gobernantes autócratas o con rasgos autoritarios, tanto de derecha como de izquierda (es decir, un Ortega, o un Maduro o un Uribe) detestan ser cuestionados, fiscalizados, que se les cuenten las costillas. El poder es cosa personal, y las razones de Estado (o las razones de peso revolucionario) evitan compartirlo.
Es por razones de Estado y de seguridad nacional que la lucha contra la corrupción debe continuar.
En esta línea, reconocer que personalizar el proceso de construir la cultura de la legalidad bajo el argumento de que se viola la soberanía nacional y de que por razones de Estado es mejor deshacerse de aquellos que fiscalizan no es sino la banalización de este concepto. Una cosa es la seguridad nacional o la soberanía y otra muy diferente oponerse a que el uso de los fideicomisos rinda cuentas. Una cosa es la defensa de la república y otra muy diferente entender que los fondos públicos no pueden asignarse a operaciones privadas. Una cosa es la santidad del reino y otra muy diferente sufrir las repercusiones por recibir dinero de narcotraficantes o por no reportar los aportes del sector empresarial.
Durante la pasada campaña electoral argumenté que el candidato Jimmy Morales carecía de la experiencia política, del know-how de la cosa pública, que en esencia permite entender hasta dónde deben personalizarse los conflictos. No en todas las guerras se deben quemar los barcos. Pero, si la jugada de la actual administración es desconocer el mandato de la Cicig o volver a expulsar al comisionado Velásquez por razones de seguridad nacional, habremos asistido a la tropicalización del concepto. Cada quien puede pelear sus batallas como guste, pero no se vale sumir a Guatemala en una mayor crisis de gobernabilidad simplemente por razones de Est… personales. En este caso sería al revés: es por razones de Estado y de seguridad nacional que la lucha contra la corrupción debe continuar.
Al final de cuentas, estos Richelieu a la Tortrix pueden continuar montados en sus trece, pero el problema con la idiotez es el siguiente: resulta una enfermedad muy particular, pues sus consecuencias no las sufre el portador, sino todos los demás.