Pasillos de hospital

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De noche, los pasillos de un hospital resoplan tristeza, ecos de zapatos de suela de goma de enfermeras y médicos. Zapatillas que arrastran los pacientes que, asomados a la puerta de su habitación, miran aprensivos el futuro brumoso. Yo soy uno de ellos.

Póquer de ingresos a los pabellones me repartió el futuro del año veintidós, crupier maldito que con una sonrisa burlona dejaba cartas marcadas. Allí, sentado en el colchón plastificado para que los fluidos corporales recorran su camino al suelo sin que cuelen por fisuras y no apesten el relleno de lo que debe ser ese olor aséptico y frío del espacio del sufriente. Con diagnóstico recurrente, sin causas aparentes, vuelvo a ver el mismo capítulo de dolor una y otra vez.

Como estoy hecho de pequeñas partículas, de materia transformada, de energía tomada de todas partes en donde, con la conciencia de ser un universo y un dios caído, le pido a Caín que me vengue, pero está muy ocupado viendo desmoronarse un no-país de gente con miedo, resignados a caminar por el pasillo de los condenados a muerte mientras miran fijamente los TikTok de los candidatos bailando en apolillados estrados de planchas de madera taladas de bosques que ya no existen y que alguna vez fueron la casa verde, verde, verde. Ahora son cerros grises con grietas esperando la próxima lluvia. Deberían emplasticarlos, como el colchón en el que estoy sentado, para que no se cuelen los fluidos del país, para que no apesten los datos macroeconómicos, ni los bellos paisajes, ni la papeleta del voto color elector.

Sé que no me traté bien, pero han pasado lustros desde los desmanes del vendedor de humo que era. Senté cabeza y rutinariamente comía, bebía y leía cosas buenas, lo que recomiendan los gurús de la salud y el positivismo radical, pero no importó.

Al fin y al cabo, dentro del infinito, la masa terrícola o la mía son dos pequeñas distorsiones

Me veo como el planeta que fue azul y que tapa desde el espacio un gran huracán. La imagen satelital no dista mucho de la resonancia magnética de mis vísceras; al fin y al cabo, dentro del infinito, la masa terrícola o la mía son dos pequeñas distorsiones. Dudo sí es mi genética o los factores externos los que me tienen así, lo que es seguro es que la enfermedad planetaria del calentamiento global sí la provoca la irresponsabilidad humana y la economía del consumo atroz.

Pienso en mis hijos, me faltan diez años para dejarlos encaminados, ese es un objetivo ¿Marcarse objetivos en relación a los demás por mucho que mi ADN les haya formado es ético? Pero cómo lidiarán con las lluvias, el calor, la aridez, las avalanchas y los anuncios exaltando a la patria de unidad de la que sólo los escogidos han formado parte.

En mi testamento les he dispuesto como herencia mis más apreciados bienes, los únicos que he acumulado en mis cincuenta y tres años; la rabia, la ternura, la risa, el silencio y la palabra. Ellos pueden hacer lo que quieran con ellos, espero que no las malgasten o las dejen perdidas en alguna sinuosa relación, yo les he recomendado en ese documento el mejor uso que pueden hacer con ellos. Mi sugerencia es que usen la rabia para actuar, la ternura para mirar al otro, la risa como capital de trabajo, el silencio como refugio y la palabra para sembrar.  Quedan ustedes como testigos mientras oyen a Cash (pero el bueno) para recordarme:

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