Oxímoron: elecciones y democracia

«I’m not sure if there’s a point to this story, / but I’m going to tell it again…».

Los Raconteurs me hacían compañía con Carolina Drama (2008) mientras escribía un informe de viaje en Tegucigalpa allá a finales de noviembre de 2017. Palabras más o menos, mis interlocutores daban por segura la reelección en el marco de una campaña electoral casi ausente de propaganda y en un proceso regido por nuevas normas electorales.

Nada hacía prever la crisis que vendría unos días después, en la cual comenzó a dibujarse la leyenda urbana de un exótico grupo de hackers que habían trabajado las elecciones ecuatorianas de unos meses antes en ese mismo año, en las que casualmente también se hicieron acusaciones de un apagón electoral y de una reversión de tendencia.

En 2015, en la efervescencia de la plaza guatemalteca y en medio de una crisis presupuestaria de la autoridad electoral, que tenía que organizar contra reloj las elecciones generales, le pregunté a un especialista en estos temas por qué las elecciones tienen costos tan elevados en esta esquina del mundo. Su respuesta, no carente de ironía, retrató de pies a cabeza el sistema: es el precio de la desconfianza, dijo. Este extremo fue ratificado por un jefe de misión electoral que insistía en el viejo aforismo que se le achaca a un político mexicano: «Solo los tontos se roban las elecciones el día de las elecciones».

Las elecciones no necesariamente garantizan democracia. Que se lo pregunten a los venezolanos, que sufren la represión del Maduro que ganó unas hechas a su medida en 2018. Sin ensalzar aquello del pecado original del sistema político —el financiamiento electoral ilícito—, las elecciones tampoco garantizan que los elegidos sean idóneos, sino más bien que resultan ser aquellos que pueden y quieren sufragar los gastos de una campaña electoral, incluyendo lo que se destina a prácticas clientelares como regalar láminas y alimentos, manipular asociaciones de vendedores de la economía informal o prometer el paraíso y la salvación eterna a través de las prédicas dominicales.

Las elecciones no necesariamente garantizan democracia. Que se lo pregunten a los venezolanos, que sufren la represión del Maduro que ganó unas hechas a su medida en 2018.

Incluso, la experiencia reciente demuestra que consultar a la población sobre temas trascendentes puede tener un efecto adverso al que desean quienes impulsan las consultas, siendo el caso del brexit un ejemplo de cómo un primer ministro como David Cameron sepultó su carrera política a través de un referendo. O los acuerdos de paz colombianos, en los cuales una supuesta mayoría de masas convencidas en las grandes urbes colombianas, en su mayoría conformada por jóvenes de entre 18 y 25, dejó de ir a votar por múltiples razones, incluyendo el no sacrificar un domingo, día en el cual podrían estar haciendo algo mejor.

Pero las elecciones son, a la vez, la única forma en que se construye democracia y en que la ciudadanía se expresa. Y, pese a los vicios anotados, pueden significar un importante vehículo para el cuestionamiento del sistema político. Por citar un ejemplo, el Ecuador podría terminar por erradicar el correísmo este domingo con un voto nulo por el esperpéntico Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, cuerpo paralelo que le permitió al régimen de la Revolución Ciudadana ejercer un control de policía política sobre el aparato estatal mientras la corrupción campeaba.

Termino estas líneas escuchando Feel the Sun (2019), de Josefin Öhrn + The Liberation, y Old Man Blues (2018), de Bourbon House, con mi buzón comenzando a desbordarse de publicidad electoral.

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