Estoy hablando con ella en la calle. Ella habla y entrelaza las palabras con una risa poderosa, que solo quien ama la vida puede crear.
Los rayos del sol le revientan en la cara, y ella finge una gorra con la palma de la mano. Me pide movernos a la sombra. Mientras lo hacemos, le pregunto si le duele la cabeza. Nuestras caras se oscurecen. A veces, me dice. Craneotomías, hematomas cerebrales, epilepsia, fracturas, intervenciones, medicamentos de por vida, pero la cabeza no le duele a veces a causa de esto. Le diagnosticaron un cavernoma sangrante en el tallo cerebral unos días antes de Navidad: uno de esos padecimientos que los médicos recomiendan no tratar en el país. «Es una mierda». Ahora no está hablando del cavernoma, sino que se refiere a los gastos, al sistema de salud, a la culpa acechante de ser parte de ese porcentaje privilegiado que puede pagar atenciones médicas privadas: hospitales, medicamentos, laboratorios, alternativas. Le cojo la mano. Me enternece la ligereza con que se enfrenta a la vida, tan distante a la pesadez con la que muchos lo hacemos ante adversidades superficiales.
Su historia es extraordinaria. Siempre responde con timidez ante la observación de algún médico que le afirma que es un milagro. No se siente como tal. Siente que, en parte, la posibilidad de acceder a servicios pagados, a los mejores médicos y hospitales, ha contribuido a que sea ese prodigio. Su pareja actual y ella pertenecen a ese reducido número de personas que han tenido acceso a educación, alimentación y salud, entre otros. Ambos son ingenieros, con trabajos que les permiten seguir teniendo acceso a todo. Solo ella tiene seguro social, lo cual le resulta un alivio, pues este le provee dos de los tres medicamentos que debe tomar a diario. El tercer medicamento le representa un costo de Q2 500 al mes. El seguro médico privado lo tiene desde mucho antes de su primer accidente. Por ello ha tenido pocos problemas con la cobertura (su epilepsia no cuenta como preexistente), aunque la póliza aumenta cada año. A su novio le detectaron recientemente una inconsistencia en la frecuencia cardíaca. Él solo tiene seguro médico privado, pero ni eso evita que tenga que pagar Q2 200 por una serie de exámenes. Suspira cansada. «Y si no tuviéramos la posibilidad de pagar esto, ¿qué nos quedaría? ¿Morir?». No, morir no. Debería ser algo más simple. Pienso en qué noble y humano sería que en una sociedad, por más grande que sea la brecha de desigualdad, todos tuvieran ese acceso a la salud con el afán de preservar la vida. Porque están íntimamente conectadas la salud y la vida.
Pero la salud se enfrenta a varios obstáculos, como poder acceder a ella. Es decir, físicamente acceder, poder caminar al centro de salud o transportarse al hospital nacional más cercano, ya es un inconveniente. También está el obstáculo de tener trabajo si lo que se quiere es acceder al seguro social, que entrelaza el acceso a la salud a la obligación de tener un salario sin importar la crisis de empleo, los bajos sueldos o la falta de oportunidades. Y ya no digamos los obstáculos que crean los seguros médicos privados, entre los que destacan sus costos altos, las enfermedades preexistentes o las condiciones como «no embarazarse sin estar casada» o «en menos de un año después de haber contratado la póliza». Claro, la salud es un derecho, pero bajo estas condiciones se siente más como un privilegio. Al final, enfermar resulta siendo un lujo que no muchos pueden darse.
Tengo una imagen constante de cuando hace más de un año visité un hospital regional cuyas condiciones son desgarradoras. La imagen es la sala de los recién nacidos. Allí están todos, como 40, metidos hasta tres en cada cuna dentro de un hospital que destroza el espíritu. Verlos allí acostados, tan juntitos, me despedazó. Y lloré de pensar que, si uno enfermaba, podría contagiarlos fácilmente a todos. Esa tarde ella me revive esa imagen y el sentimiento de impotencia cuando le pregunto qué piensan hacer y me responde con ironía: «Por ahora, antes de dormirnos, le murmullo: “No te enfermes, amor”».