Lo dice la enorme diferencia entre su accionar como cardenal Ratzinger y el quehacer de su actual ministerio petrino.
Para entender esa transformación analicemos los prolegómenos de su visita a México y Cuba y los resultados que está logrando.
Siendo que, la invitación aceptada por Benedicto provino de los presidentes Felipe Calderón y Raúl Castro y no de los obispos cubanos ni mexicanos, cabe preguntar: ¿Cuáles fueron realmente los motivos de su viaje?
Cuando Joseph Ratzinger fue proclamado Papa me sentí frustrado. Tenía tres razones para ello: La censura que decretó sobre la Teología de la Liberación; el voto de silencio impuesto a Leonardo Boff, teólogo de avanzada que él mismo formó; y, la imagen del alemán Prefecto —y perfecto— para conducir la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.
No obstante mi desencuentro, el nombre que escogió me llamó a la reflexión. Creí entonces que estaba enviando al mundo el siguiente mensaje: —No soy Ratzinger, soy Benedicto. Y confié en la certidumbre del Espíritu Santo.
En su primera encíclica, Deus caritas est, me impactó su planteamiento de solidaridad para la humanidad en forma de desafío y que propusiera «una distribución cada vez más equitativa de las riquezas del planeta entre todos los hombres». Igual me sucedió con la siguiente, Caritas in veritate, donde sienta cátedra acerca de la caridad en la verdad «que se convierte en rostro de Cristo, en una vocación a amar a nuestros hermanos y en la verdad de su proyecto». Y al leerla, de nuevo vino a mi mente: —No soy Ratzinger, soy Benedicto.
Recientemente fue muy criticado por viajar a países europeos y no al Cuerno de África, la región más pobre del planeta. Y celebré las críticas. Para mi sorpresa, el 23 de marzo recién pasado me enteré que los proyectos que está desarrollando en esa región a través de la Fundación Juan Pablo II y Cor Unum, triplican la ayuda que la Iglesia ha proveído a todo el Continente en la segunda mitad del siglo XX y también ha urgido a los obispos africanos una comprometida y eficaz lucha contra la desertización.
Pensé entonces en la definición más sencilla de teología que dio San Anselmo de Canterbury en el siglo XI: «Fides quaerens intellectum» donde, según Octavio Ruiz Arenas: «El punto de partida es la fe y el de llegada el entender; entre esos dos puntos sitúa la “questio”, el preguntar, la búsqueda ilimitada de lo creído, del por qué y cómo se cree». Y he ido descubriendo que en Joseph Ratzinger esos puntos de partida y llegada se invirtieron en su vida. Primero fue un intelectual, un académico de la razón, excelente profesor universitario y a ello dedicó su ministerio. Juan Pablo II lo percibió y encomendó al científico teólogo el resguardo de la fe. Humano y capaz, hizo lo que tenía que hacer, si bien, insisto, muchas de sus decisiones no me vinieron en gracia. Pero, ni modo, la Iglesia no es una democracia.
En el vuelo hacia México, sus declaraciones fueron contundentes: Trataría referente a valores no negociables: La familia, la vida y las libertades fundamentales. Y el Presidente mexicano lo recibió diciéndole: «La presencia del Santo Padre adquiere un significado enorme “en estas horas aciagas” y difíciles que afronta el país debido a la violencia generada por el crimen organizado, la pobreza y los golpes de la naturaleza». Inmediatamente, sin temor alguno, Benedicto XVI condenó el crimen organizado y el narcotráfico. Dio importancia primordial a los niños y aleccionó acerca de la esperanza.
Ya en Cuba, el presidente Raúl Castro le planteó en su discurso la problemática provocada por el consumo irracional en las sociedades opulentas. Le dijo: «Una ínfima parte de la población acumula enormes riquezas mientras crecen los pobres, los hambrientos, los enfermos sin atención y los desamparados».
Asombrosamente, la respuesta de Benedicto XVI fue en la misma tónica: «Muchas partes del mundo viven hoy un momento de especial dificultad económica, que no pocos concuerdan en situar en una profunda crisis de tipo espiritual y moral, que ha dejado al hombre vacío de valores y desprotegido frente a la ambición y el egoísmo de ciertos poderes que no tienen en cuenta el bien auténtico de las personas y las familias». Y confirmó así al pueblo cubano en la fe y la esperanza.
Su ahora Intellectus quaerens fidem (La razón que busca la fe) dio las respuestas que los presidentes Felipe Calderón y Raúl Castro necesitaban para el futuro de sus pueblos, y a mí —la verdad— me ganó el corazón.